Mi sempiterna fascinación por las escaleras…
Volvamos a nuestro hombre. Ocupa un puesto muy importante en la ciudad: es el presidente de una entidad de prestigio (lo sé porque le conozco desde hace muchos años, aunque él no me conoce a mí y ni falta que nos hace a ninguno de los dos). Cuando se cruzó conmigo iba hablando por teléfono, ¿cómo no?; es un hombre de grandes responsabilidades sociales y financieras. Cuando le he visto por ahí, en la calle o en los bares, le he observado con interés y me han asombrado: sus gestos, su manera de hablar, su aparente seguridad en si mismo. Siempre me ha parecido un hombre que se podría definir como «campechano», abierto, casi popular; aunque eso sí, señalado por unas cualidades de liderazgo e inteligencia superiores: se le nota que él se nota un hombre de especial relevancia. Procuraba fijarme en su singularidad provinciana a ver si conseguía copiarle en algo y ser un poquito importante como ÉL. Absurdo: nunca podría conseguirlo.
Todos éramos visitantes
Jueves: la luz y la temperatura eran amigables y propicias a mis intenciones. Volví a la escalera de la noche anterior. Está en la zona norte de la ciudad, pero mirando al este, luego en esta época del año sólo recibe el sol cambiante durante poco más de tres horas. A partir de las doce y media queda completamente en sombra. Fotografié a las nueve de la mañana. Como la escalera nos gusta mucho a la cámara y a mí, nos metimos también en la composición. Sólo en espíritu, para no estropear demasiado la imagen ni el momento…
…Seguí caminando. Decidí entrar en una cafetería restaurante a tomar un café. No había mucha gente. Ojeé un periódico local y observé que en la portada había una fotografía de integrantes de una asociación, o algo parecido, de antiguos atletas de la ciudad, todos viejos ya. Más que yo. No leí el pie de foto porque me importaba una mierda el por qué se habían reunido frente al fotógrafo. No me interesan las motivaciones grupales. Conozco de vista a algunos, pero nunca he hablado con ninguno. Yo, salvo un trote corto para cruzar una calle, nunca he necesitado correr. Sí me interesan los aspectos literarios, metafóricos y mitológicos del hombre que corre y corre hasta el último aliento, confrontándose consigo mismo. Es más, en esta ciudad hay un tipo que lleva corriendo toda su vida; siempre que le he visto ha sido corriendo y corriendo. Obstinado y responsable. Después de decenios sin parar, su cuerpo ha empequeñecido y su rostro se ha acartonado. Ahora, su ritmo, aparentemente con la misma cadencia mecánica de siempre, parece sin ánimo, desfondado. Tantas vueltas y vueltas para no llegar a ningún sitio; sólo a la decadencia. Los hombres cansados no deberían correr más. Es uno de los personajes de la ciudad (aunque no estaba en la foto del periódico). Probablemente le pase lo que a mí: no entendemos las «asociaciones, agrupaciones, peñas, pandillas, amigos de…». Él siempre ha corrido sólo (que yo sepa). Me gusta la mística del solitario en lucha a brazo partido consigo mismo y que se olvida del mundo…
El caso es que, una vez que terminé de explorar el abandonado refugio de gatos de mi barrio, continúe camino hacia la ciudad. Accedí por una escalera empinada e interminable por la que siempre me gusta subir, como si de la ascensión al Gólgota se tratara. El sofocante y torturante esfuerzo desemboca en un paseo llamado –del Miradero- nombre que me encanta. Qué bonito, ¿no? Evoca el acto de mirar tranquilo, sin prisas, percibiéndolo todo, dejando que el tiempo resbale sin urgencias. Dice Muñoz Molina, cómo no, siempre él: «Hay que saber mirar, hay que saber ver. Hay que detenerse el tiempo necesario para descubrir algo que la mirada distraída no podrá sospechar». Bien, eso es fotografía, sin esta cualidad no se es fotógrafo, imposible. Ni casi nada, por cierto…