Las gentes salieron a la calle en primavera, a ver qué pasaba…
PEQUEÑAS Y AMABLES HISTORIAS DEL MALECON. Lo invisible: pareja que acabó mojada, sí, pero por una ola que saltó el malecón instantes después.
Esta fotografía tiene una anécdota curiosa que quiero recordar. Caminábamos por la avenida del Embarcadero desde el puente a Oakland hasta el final (más o menos), y después de llevar más de un kilómetro, justo en el momento de intentar fotografiar en este lugar, me percaté de que, en algún momento, había perdido la palanca de arrastre de la película (mecanismo muy pequeño). Sentí un ataque de pánico y volvimos sobre nuestros pasos con la mirada puesta en el suelo (el ánimo también). Afortunadamente, después de desandar casi un kilómetro, allí estaban, en el suelo: la palanca, una pequeña pieza que hace que encaje y el pequeño tornillo que la fija, intactos y esperando que volviéramos por ellos. Hasta ahora, siempre que pierdo algún artilugio fotográfico, aunque sea en el campo y entre maleza, lo encuentro. Siempre nos decimos «que las cosas tienen suerte». Sin embargo, todas las demás que pierdo no las encuentro, sobre todo las importantes. Volvimos e hice esta fotografía para celebrarlo, justo en el mismo sitio dónde había descubierto el extravío.
Ha muerto Wislawa Szymborska, a los ochenta y ocho años. Le dieron el premio Nobel en 1996. He conocido un poco de su obra, exactamente 42 páginas de Lecturas no obligatorias, selección de artículos de prensa. Deseo encontrar tiempo para seguir esa edición y también explorar sus poemas. Conecto especialmente con lo poco que conozco de ella. A mi también me gustaría ser capaz de escribir con su certera y genial sencillez. También tomarme con un parecido sentido del humor este complicado pero espléndido asunto de la vida. Dice Wislawa: «Cuando escribo siempre tengo la sensación de que alguien está detrás de mí haciendo muecas. Por eso huyo, todo lo que puedo, de las grandes palabras».
A mi no me resultaba indiferente: me impresiona y me sobrecoge la arquitectura ideologizada. Las dictaduras necesitan crear espacios, escenarios, edificios donde oficiar sus ceremoniales litúrgicos. A lo largo del siglo XX, los regímenes fascistas y comunistas, ambos dictatoriales, utilizaron la arquitectura con fines «psicopolíticos» (*), creando el mismo tipo de construcciones, aparentemente neutras, pero que pretendían y eran una maquiavélica y funesta combinación de autocomplacencia de los dictadores; funcionalidad gris y opresiva, sin imaginación ni belleza y sutiles puestas en escena dirigidas a influir sobre el estado de ánimo de los seres sometidos a esos sistemas políticos. Esas construcciones de líneas rectas y volúmenes pesados, fríos, grises, sin margen para la imaginación o la sentimentalidad, parecían estar ideados para amedrentar y alienar. Curiosamente, esos nefastos y dementes constructores que torturaron y eliminaron a millones de personas, debieron leer a Kafka, pero la tragedia radicó en que no le entendieron. Él fue un artista genial y ellos unos pobres y malditos psicópatas.
(*) me acabo de inventar el término, pero me resisto a sustituirlo; prefiero conceptualizarlo: dícese del empleo de técnicas sociológicas pero con «mal rollo».
Seis de mayo: mi madre, si aún viviera, habría cumplido ochenta años. Me he acordado de ella varias veces a lo largo del día. Siempre me acuerdo de ella. Fue una magnífica y generosa mujer. He terminado Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, de Haruki Murakami. Lo que empieza siendo una sencilla historia de un convencional matrimonio joven (salvo que él no trabaja, como yo), a medida que avanza te introduce, sin que apenas lo notes, en un complejo y misterioso mundo en el que las vidas de los personajes se entrecruzan en un territorio oscuro, mágico, peligroso e inquietante. Todo lo que ocurre es inesperado y fascinante. No puedes dejar de leer: es el hechizo de Murakami en estado puro. Para mí, quizá la frase que mejor condensa las historias que se suceden en esta novela y que te dejan sin aliento, sea ésta: «la realidad puede no ser verdad y la verdad puede no ser real». Haruki Murakami