"Lo menos frecuente en este mundo es vivir. La mayoría de la gente existe, eso es todo". Oscar Wilde
En la calle, nada más que la calle, y en tu casa, nada. Ni la calle.
Antonio Porchia
Cuando al fotógrafo le interesa hacer fotografías a personas (es mi caso), tiene tres posibilidades (quizá haya alguna más que se me pase). A saber: conseguir la aquiescencia de los fotografiados, aprovechar la exhibición de estos en eventos públicos, o actuar secreta y disimuladamente, sin que lo fotografiados sean conscientes del suceso. Esta última opción, que inevitablemente practico, es la más ingrata para mí porque me obliga a veces comportarme como no me gusta: con disimulo, subterfugios y cualquier estrategia que venga al caso según cuál sea el momento. Cuando las personas son irreconocibles el hecho carece de importancia. Otra cosa es cuando están lo suficientemente cerca y la fotografía se ha realizado bajo alguna treta, o con total descaro confiando que la víctima no se atreva a protestar. En las situaciones difíciles, lo mejor es convertirse en -El fotógrafo invisible-. Sólo lo consigo cuando me coloco detrás de los fotografiados, como en esta fotografía. Mi estilo es la antítesis de la necesaria discreción, como hacía Cartier-Bresson procurando pasar desapercibido y actuando con una cámara pequeña. Fotografío con mi vieja cámara grande a la vista de todo el mundo con una naturalidad rayana en el descaro. No pretendo ni alardear ni provocar, todo lo contrario, porque en esas situaciones siento un cierto malestar, sino que, ya que es inevitable que mi cámara se vea, por lo menos no hacer el ridículo intentando esconderla. Ah, y tendrá que ser así porque de cámara no pienso cambiar.
«Si los franceses no estuvieran asqueados de sí mismos merecerían el desprecio. Es la primera vez en su historia en que conocen ese sentimiento, pero no tienen ni la fuerza debida ni el estremecimiento que atormenta…» E. Cioran (De la France, 1941)
DIGRESIÓN DOS: dos de septiembre. No supe si había visto antes Secretos y Mentiras (1996) de Mike Leigh (Palma de Oro Festival de Cannes de 1996). No he sido en ningún momento un especial seguidor de este director, es más, apenas si sabía de su filmografía, aunque sí de su existencia. Obviamente, esta circunstancia no dice mucho de mí como incansable espectador de cine. La película cuenta la historia extraordinaria de una familia que se agita, como casi todas, debajo de montañas de secretos y mentiras. Aunque el núcleo de la trama sea extraordinario, los personajes son gentes normales que llevan como pueden sus corrientes vidas urbanas. Lo que hace a esta película singular y espléndida, vibrante y convulsa, es que Mike Leigh muestra creíblemente unos personajes desbordados de prejuicios y temores que son capaces, sin embargo, de luchar denodadamente para no ahogarse y llegar a la otra orilla sin demasiado daño. Actores y director consiguen contarla de un modo verosímil y comunicable hasta el ahogo. La actuación de la protagonista, Brenda Blethyn, es insuperable, plena de fuerza y matices. Al parecer, Leigh, les permitió una gran libertad para incorporar matices y diálogos a sus personajes. Hay un momento en el que a lo largo de ocho minutos la cámara mantiene un plano medio, estático, directo e inapelable, frente a las dos protagonistas, y ambas sostienen la situación de una fuerza dramática insoportable, ininterrumpidamente, sin moverse de sus sillas. Magistral. Ah, y un par de cosas más, sin piedad ni indulgencia: es imposible la vida perfecta, no hay ni la más remota posibilidad de que exista y, la «moral» convencional de inspiración católica (también la de todas las demás religiones que en el mundo son), es una estúpida aberración que aboca a la destrucción de los seres y de la vida. Nada más.
Casi todos los entrevistados, en algún momento de su vida, se dedicaron a la enseñanza universitaria de la fotografía, aunque algunos de ellos mantienen una actitud muy escéptica ante el hecho pedagógico aplicado al arte. En mi caso, nunca he acudido ni un solo minuto a clases sobre técnicas fotográficas o artísticas. Quizá me habrían ayudado, qué duda cabe; el contacto con entendidos enriquece, supongo. No ha sido una cuestión circunstancial o lamentable. No, simplemente, nunca he considerado esa posibilidad. Se trata más bien de una estúpida cuestión de principios que no me apetece desentrañar en este momento. «Pero, en mi opinión, no se puede enseñar de ninguna manera a una persona para que sea un artista». Herbert Bayer