Todos los días paseo por los mismos caminos, luego me aburrro de caminar por los mismos caminos todos los días…
Un lunes de enero. Hacia mediados de mes. A las siete de la mañana entré en mi estudio. El trayecto había sido corto: un tramo de escalera. Miré al exterior, todavía era de noche. Una espesa niebla me impedía ver las luces todavía encendidas. No sabía qué hacer (me ocurre con frecuencia). Sorpresivamente sentí deseos de fotografiar (llevaba más de dos meses sin tener la cámara entre las manos). Las ganas crecían con fuerza. Sin embargo dudé (cómo no, es lo mío). Mejor me quedo a escribir presentaciones de series y a mirar por la ventana, protegido del frío y de un cierto oscurecimiento que últimamente me atosiga, -me dije-. A las nueve no soportaba más mi indecisión, el deseo seguía presente, pegado a mi consciencia. Me decidí. Cogí precipitadamente mis dos viejas cámaras y me fui a vagar por la niebla. Da igual el escenario, -pensé-. Luego me dije que no, que el escenario era importante. Elegí un paisaje cercano por si tenía que volver pronto, ya que todavía dudaba de mi decisión…
…A medida que avanzaba por caminos que se acortaban misteriosamente, y que fotografiaba incesantemente, pensé que quizá nada de lo que estaba haciendo tenía sentido. Para protegerme del desolador desconcierto y desanimo me dije: -estás realizando fotografías existenciales-. Por qué? -me contesté, sorprendido por la ocurrencia-. -No lo ves, un paisaje con caminos que se pierden en la bruma son una metáfora del destino dramático del hombre en la vida-. ¡Qué bonito! Esa idea me animó a seguir fotografiando con más urgencia y excitación. Era una de esas infrecuentes veces en las que me creo un artista total…
Regresé por este camino, hostil y amenazador, bordeando el río por el otro lado y acompañado de una cámara desconocida pero que no permitió la entrada de luz, lo que agradecí mucho (a la cámara y a Manolo). Sin embargo, como ya he dicho, iba provista de un « zoom » al que no entendía. Fotográficamente siempre he solucionado la incógnita de las distancias con un mismo ojo (objetivo) y con el recurso natural de acercarme o alejarme a pie. El dichoso « zoom » me creaba una sensación de vértigo que me desconcertaba: con un sencillo movimiento de muñeca alejaba o acercaba la realidad. Increíble. A lo mejor resultaba que Dios no estaba al final del camino de hace un rato, sino que iba en la cámara de mi amigo; él no me había advertido y encima yo no me estaba dando cuenta.
ZURRAQUÍN VI (o las fotografías que se revelaron tan oscuras e inciertas como los recuerdos). Después, recorrimos parte de un camino que llevaba a la finca colindante, Loches, otro enclave importante para mí porque allí vivieron mis abuelos paternos y, de vez en cuando, pasaba unos días en su casa. Me gustaban mucho esas pequeñas estancias porque la casa era mucho mejor que la nuestra; tenía luz eléctrica, agua corriente, y los dueños (marqueses) tenían piscina, y cuando no estaban me bañaba en ella. Era como pasar de la edad media a la más absoluta modernidad. La distancia, tres o cuatro kilómetros, la cubríamos, mi tía Milagros y yo, en un pequeño y sarnoso borriquillo de mis abuelos. Volvimos y nos dirigimos hacia la pequeña y solitaria casa en el Cerro del Acebuchal, que era el lugar más importante para mí esa tarde. Deseaba vivamente pasar dentro y volverla a ver. Tenía un recuerdo nítido de su distribución: pasillo central, a la derecha la cocina con chimenea donde cocinaba mi madre (sólo se podía cocinar en el fuego), a la izquierda el comedor seguido de la alcoba; continuando por el pasillo, a la derecha un pequeño cuarto y al fondo la cuadra y el pajar. Curiosamente, el que concibió la casa estimó que no tenía ninguna importancia que la borrica, para llegar a la cuadra, tuviera que atravesar toda la casa a través del pasillo central. Nos aproximamos a la casa por este camino, el que utilizábamos cuando vivíamos allí…