Representación de una sencilla y banal ocurrencia sobre el paso del tiempo…
NOTICIAS DE LA DICHOSA NUEVA WEB XV: no obstante, no debo lamentarlo demasiado porque no importan los meses de más ocupado en la tarea, desbordado por la frustración y la ansiedad; no, lo que finalmente importa es que el resultado me haga sonreír. Quién se acuerda del tiempo que ha durado una obra y el sudor derramado en el esfuerzo; nadie, porque eso al final es irrelevante. Curiosamente el único valor con el que contamos, el tiempo, es solo eso, tiempo y nada más, banal porque no es nada. Intangible siempre. El tiempo lo es todo pero en esencia nada, nada de nada. Qué podía haber hecho en todo este tiempo que he utilizado en edificar un refugio y un escenario donde las pobres fotografías se encuentren a sí mismas, nada en especial, leer algunos libros, hacer algunas fotos más, no sé, poca cosa seguramente, así que mejor lo que he hecho. Estoy contento…
LA VIDA INMEDIATA XXVII (o el paso del tiempo al ritmo de una vela que se extingue inexorablemente)…Sí, hoy he ido a consulta de un neurólogo muy peculiar. Es un hombre tan mayor como yo con un estilo y modo de estar personalísimo. De complexión breve, endeble, enjuto, gris, antiguo. Discreto, nada ruidoso, sigiloso diría. Su modo de escuchar y hablar es concentrado. Cuidadoso. Observé en él cierto sentido del humor leve y sutil, impregnado de escepticismo y distancia. Parecía un hombre inteligente que ya está de vuelta de muchas cosas. Nada más empezar la consulta, y para hacerse idea de quién era yo y lo que me pasaba, desplegó una ficha en cartulina tamaño folio que dobló por varios sitios y en ella se afanó en escribir deprisa mis datos personales y luego lo que me había llevado a su despacho de estilo años setenta con una luz mortecina, depresiva casi. Me lo preguntó de modo sencillo, natural, ¿a qué ha venido José? Le contesté, aportándole todas las circunstancias que se habían dado en el episodio del vahído dominguero. Escuchó atentamente; luego, él asumió su turno y me hizo todo tipo de preguntas relacionadas con el caso, pertinentes todas ellas, o al menos eso me pareció. Al final de su turno de preguntas valoró la situación componiendo un gesto reflexivo al que procuré acompañar con predisposición de atenta escucha, como había hecho él. Nos estábamos entendiendo bien…
LA VIDA INMEDIATA XXIX (o el paso del tiempo al ritmo de una vela que se extingue inexorablemente)…Su larga disertación le llevó a explicar el funcionamiento de venas, glúcidos, válvulas de control de flujo sanguíneo y cosas así. Yo mostraba una expresión de suma atención y de vez en cuando asentía grave y calladamente. El asunto no pintaba bien, pensé que no me dejaría salir de allí sin antes haberme prescrito un montón de tareas. Efectivamente, alargando la mano y cogiendo un fajo de volantes dijo que había que contrastar con pruebas lo que pudo pasar y así poder decidir más fiablemente el diagnóstico y cuál de las cuatro causas que había desarrollado era la buena; o, si no había pasado realmente nada de consideración (creo que tanto él como yo éramos de esa opinión, pero ninguno nos atrevíamos a decirlo), archivar el caso, pero con argumentos. Dispuso que me hicieran análisis de sangre (al parecer había algunos parámetros en zona de riesgo o alterados), que me metieran en un tubo para hacer una resonancia o algo parecido de la cabeza y, no contento con todo eso, además, tenía que ir a un cardiólogo a ver lo que pensaba de mi corazón. Con todos esos resultados tengo que volver a verle… Es curioso que, para sentirse escuchado y además conseguir que el otro despierte tu atención haya que ir al médico. Si no, nada de nada, nadie escucha a nadie.
LA VIDA INMEDIATA XXVIII (o el paso del tiempo al ritmo de una vela que se extingue inexorablemente)… hice mi relato de lo que me había pasado quitándole importancia, como si me avegonzara de que pudiera estar enfermo. Soy hipocondriaco, pero al revés, me parece. Y, dese luego, me desagrada tener que contar a un desconocido deficiencias o dificultades con mi cuerpo. Él pareció entender que quería salirme del asunto como si nada hubiera pasado y me preguntó: ¿y ahora qué hacemos? ¿le dejo ir sin más, como si no tuviera ninguna importancia o nos metemos a averiguarlo? Yo me apresuré a decir que me encontraba estupendamente, incluso mejor que últimamente, dije alocadamente e ilusionado con largarme como si nada. Llegó el momento en el que tenía que emitir una opinión. Me apresté a escuchar y adopté un gesto de suma atención, como si me fuera a enterar de todo. No obstante, estaba claro que él ya había tomado una decisión pero, como hombre profesionalmente considerado, pasó a darme una charla médica sobre las tres o cuatro causas que podían haber provocado mi vahído dominguero con todo lujo de detalles, como de revista científica. Y la vela seguía consumiéndose…
LA VIDA INMEDIATA XXX (o el paso del tiempo al ritmo de una vela que se extingue inexorablemente)…Ayer, a primera hora de la tarde, fui a que me metieran en el dichoso tubo de fotografiar interiores invisibles a simple vista. En una habitación en penumbra se encontraba el artilugio. La situación me recordó cuando de niño me llevaba mi madre al fotógrafo a hacerme un retrato (nunca supe por qué hacía eso mi madre). Un técnico con bata blanca me fijó la cabeza en unas guias y tuve que aguantar veinte minutos inmóvil con un ruido infernal en torno a mi cabeza, al parecer necesario para conseguir capturar realidades impalpables. La técnica me recordaba a los retratos fotográficos del siglo diecinueve, donde el fotógrafo sujetaba la cabeza del fotografiado con un artilugio para evitar movimientos que hicieran perder nitidez al retrato. La única ventaja sobre los retratos decimonónicos es que estuve tumbado todo el rato. Dado que la foto, según la prescripción del señor neurólogo, era sin contraste y eso unido a que el interior de mi cabeza esta vacío (de eso no le hablé al señor neurólogo para no complicar más las cosas), me temo que el ruidoso mecanismo no ofrecerá información digna de mención. Ya veremos. La vela se había consumido y la cera derretida resbalaba por los dedos insensibles que la sostenían.