"Vemos hombres y hombres y hombres casi siempre, y sólo alguna vez vemos un hombre". Antonio Porchia
ESTUVE EN LA CIUDAD, EN LA MAGNA PROCESIÓN (el veintiséis de mayo). Naty y yo nos acercamos a la fiesta mayor del año. Llevábamos las cámaras y un trípode (quería probar a mantener el punto de vista de la vieja cámara grande fijo). Es una fiesta de sentido religioso y se representa la exaltación de no sé qué creencia católica. La escenificación consiste en que el Cuerpo (no sé si también la sangre) de Cristo (Corpus Christi) está presente «realmente», según dicen, en la hostia consagrada y esta, a su vez, guardada en una joya de orfebrería, a la que denominan custodia que es paseada por los creyentes, profesionales y amateurs, a lo largo de un itinerario de calles de la ciudad. El itinerario está decorado con motivos eucarísticos, flores, pendones, mantos, tapices y todo tipo de utilería popular. Toda la representación y desfile tiene lugar bajo toldos, para que el misterio andante no resulte profanado por el sol, supongo. Una especie de palio fijo. En realidad no sé muy bien si los acogedores toldos son para proteger el misterio del agobiante sol o para que los procesionarios vayan fresquitos. Y no, no me voy a tomar la molestia de consultarlo. Pues bien, a la cita acuden miles y miles de personas que miran (nosotros entre ellos) a los que desfilan honrando el prodigio, que deben ser algunos cientos, todos vestidos para el gran día, según el gremio al que pertenezcan. Todo el mundo se lava, viste y peina para la ocasión, parece. Es un día en el que la ciudad y sus hijos lucen muy aseados. Los protagonistas lo hacen en dos filas, una por cada lado de la calle. Algunas bandas de música amenizan el espectáculo pero pocas (en este sentido siempre echo de menos una banda sonora que suene todo el tiempo, como en las películas, porque hay momentos de silencio bastante insulsos). Tardan en torno a hora y media en pasar por delante de un espectador quieto (nosotros, por ejemplo)…
El otro día, azarosamente, me encontré con un tipo de mi edad, levemente conocido, al que pregunté que tal le iba en su vida. Me contestó que muy bien; que tiene un buen trabajo y que, por las tardes, después de salir del mismo, va a un seminario a seguir estudios religiosos. Le miré más atentamente de lo que había hecho hasta ese momento, observé su cara, sus rasgos, intenté adivinar cuál habría sido su experiencia en la vida para que, una vez doblada la esquina de los cincuenta, se refugiara en la mística y que además asumiera el esfuerzo de estudiar la existencia y avatares de lo imposible: Dios (al menos para los pobres humanos). Podría haberse hecho artista que es casi igual, pero sin horarios; y además habría mejorado su aspecto. Aunque se reía y parecía satisfecho, noté en el ambiente un cierto tufillo a aburrimiento abismal: claro, los seminarios deben ser tan tristes por la tarde, sobre todo en invierno (supongo). Qué pavorosa pérdida de tiempo. Ah, a este tipo (el de la fotografía) no le conozco de nada, sólo sé que debe estar en el «rollo» porque desfilaba en una procesión con fervor (o lo parecía) y de edad debe andar en la misma.
…En la dichosa procesión desfilan muchos niños, vestidos con sus cursis y sositos trajecitos de comunión, de pajecillos, de monaguillitos, de seises, de aprendices de adoradores y algún otro oficio espiritual de futuro que ahora se me olvida. Una jodida y aberrante utilización más de los insustanciales y beatones adultos…