Tobes y Ojos negros…en los sitios más recónditos e inesperados puede cruzarse la belleza…
…¡Ah, diantre!, si quién allí ofrecía su valiosa mercadería era nada menos que la renombrada Señora Pequeño, con una muestra «pequeña» (haciendo honor a su nombre). He sabido de esa señora aunque no haya tenido el honor de encontrarme cerca de ella nunca, yo no conozco a nadie (sólo soy un voyeur), aunque sí algo de su obra, pero, oh, torpe de mí, nunca he conseguido encontrar la gracia a su «filosofía» creativa. La Señora Pequeño está en el establishment de la «fotografía española», pero eso no es muy significativo porque, por desgracia, ésta apenas si tiene presencia en el mundo (qué le vamos a hacer). Bien, la exposición «pequeña» de la Señora Pequeño, consistía en unos cuantos paisajes en color, de medio formato, sin misterio ni razón (naturaleza fluvial mostrada en postales planas, terriblemente aburridas) porque, ¿qué es de un paisaje sin misterio? Casi nada, me parece. No, no eran paisajes importantes, porque, como dijo Thornbury a propósito de los de Turner: «no representó el lugar tal y como era, sino la impresión que éste produjo en él». Ese era el problema de los paisajes de la Señora, que sólo eran duplicados, sin impresión, interpretación, alcance, ecos o sombras (o sí, y yo sólo era capaz de ver, eso, unos árboles y un río, y ya está). Para qué sirven las reproducciones o los duplicados, me pregunto? No me contesto. Afortunadamente también había tres o cuatro en blanco y negro con algo más de intención y logro y que al menos estaban bien resueltos. La mañana se estaba desenfocando y no podíamos permitirlo, así que abandonamos la aventura fotográfica, a pesar de nuestro impetuoso optimismo, nos compramos unas chucherías y nos largamos a la «expo» de Dalí…
No está mal, me dije, prefiero actuar instintivamente; la razón la dejo para otro día. La mirada fue excitándose y la cámara también. Casi dos horas después, todo el entorno, por el que caminaba atento y más confiado, me parecía fotografiable. El lugar estaba abandonado, no se divisaba a nadie por ningún sitio. Sólo algunos ruidos de maquinaria lejana.
Dos horas después de haber llegado me sentía casi eufórico; fotografiaba mucho, a impulsos automáticos. Miraba por el visor y e intentaba componer o reunir elementos que describieran el misterio abandonado y silencioso del lugar. Oí un coche a lo lejos. Vaya, vienen a molestarme, ¡no tendrán otra cosa que hacer! Realizaba esta fotografía cuando un individuo que llegó en un todoterreno se acercó a mí (yo estaba en guardia); apareció en un momento en que lo último que quería ver era a un tipo como él (o a cualquier otro). Me tendió la mano muy amigable y me preguntó quien era. Contestación obvia por mi parte: ¿y usted? Se presentó con nombre y apellidos y yo le correspondí. Nos quedamos un momento en suspenso sin saber qué decir. Estoy buscando «al de las circonitas», ¿no será usted?, me preguntó. No, que va, yo sólo vengo de lejos a mirar un rato. Después de una charla idiota, de la que no me acuerdo, nos despedimos amigablemente. Qué tipo más correcto, amable e inoportuno, me dije.
Di la vuelta. Horas de coche con el sol de frente, maldita sea. A veces veía fotografías en los márgenes de la carretera, pero no paré, me daba pereza que, una vez vistas a través del visor, no me gustaran. Ah, el visor, mecanismo traicionero y fascinante; te engaña muchas veces: lo que ves a través de él no es lo que esperabas ver, y lo que creías haber visto, luego no está en la fotografía. Sin embargo, a veces no ves lo que sí estaba y eso siempre es cosa suya; como en esta fotografía. Llegué a mi casa a las diez, de noche ya, novecientos kilómetros después. Agotado, me acosté nada más soltar el equipo en cualquier sitio.