“Ciudad/ya tan lejana”. Jaime Gil de Biedma
EL DON DE LA ELOCUENCIA SILENCIOSA DE LA FOTOGRAFÍA, o la penetrante mirada artística de Manuel Elegido, VII.
…Pero no contento con la disposición de la escenografía, también sitúa a los transeúntes que intervienen inadvertidamente, transformándolos por la intención de su mirada en fugaces actores que interpretan impecable y fatídicamente su propia percepción del hecho de vivir. Los personajes aparecen en sus encuadres prodigiosamente fundidos con los edificios, la geometría de las calles, el misterio de las puertas cerradas, y trazando sutiles simetrías y equilibrios con ventanas y puntos de fuga. Es un maestro del encuadre y el espacio, sabe siempre situarse en el punto justo, en la única y necesaria distancia. Su ojo capta metáforas visuales con agudo sentido del humor e inclemente ironía…
…Fotografiar en esos interiores es para mí una obsesión. Iglesias sin culto y sin curas y sin sacristanes. Conventos lentamente abandonados. Almas esquivas y medrosas de monjas que ya partieron. Salas grandes de altos techos donde sólo habiten telarañas y recuerdos. Sótanos abovedados donde hace años que no pisa nadie. Escaleras tortuosas hacia sombras impenetrables; o hacia tejados agujereados. Pasillos angostos en los que al final se adivine una débil luz inconsolable; o mejor aún, un prometedor recodo que esconda, a la izquierda y al fondo, el secreto mejor guardado. Tantas y tantas cosas inaccesibles para mí. Cómo no había de desear apasionadamente apropiarme de su alma. Sería un viaje alucinante y alucinado a sus entrañas, a su esencia misma. No, no quiero desentrañar, ni describir nada, sólo quiero sentir la emoción de ver y después fotografiar…
…Mi ciudad se sustenta, esencialmente, en el pasado. Su historia es un dogal inquebrantable. Los testigos de tiempos lejanos aparecen por doquier. En el exterior, los edificios monumentales generalmente de aspecto mudéjar y gótico; también algunos judíos y árabes; no son especialmente magnificentes y se perciben enseguida. Aparecen como son (supongo). Los interiores que se muestran, generalmente, ofrecen objetos y formas perfectamente catalogadas y difundidas, y por lo tanto sabidas: sin sombras ni misterio. Las calles son otra cosa. Me interesan. Pero creo que la clave está en otra parte: los interiores cerrados y ocultos a la mirada de los extraños. Esos espacios herméticos e impenetrables son los que ejercen sobre mí un poderoso influjo. Deseo ardientemente poder ver y fotografiar. Es imposible: no sé quién guarda las llaves y, además, si lo supiera, no se las pediría. No estoy dispuesto a pagar nada a nadie. Detrás de las ventanas cerradas y enrejadas, o cubiertas de pudorosas y tupidas celosías, creadas de miedo y silencio, hay fotografías, seguro. Imagino interiores penumbrosos y vacíos, impregnados de un halo de indefinible y aterrorizada belleza. Siento un fuerte deseo de adentrarme en esos edificios inescrutables que presiento con misterios que sueño poder descifrar (sólo estéticamente, claro)…
…A estas alturas, y con algo de impaciencia frustrada porque ya barruntaba mi fracaso y mis escasas dotes como explorador sutil de la «contemporaneidad», me pregunté: –vamos a ver, pepe, tú qué harías si tuvieras que fotografiar la «contemporaneidad» de esta ciudad? Juro por Fernando Niño de Guevara que no tengo ni idea -me contesté-. Luego no debo cuestionar la visión de los «trece fotógrafos de prestigio internacional» (exprés), a pesar de que no me gustó nada su trabajo, como parece estar claro a estas alturas. Pero lo hago, no por una cuestión conceptual o filosófica, sino únicamente porque todas la obras, salvo una o dos, eran insustanciales y esencialmente feas, lo que me lleva a pensar que, si bien el sentido de la «Belleza» es siempre indefinible e íntimo, no sucede lo mismo con la fealdad, abrumadora, ominosa, frecuente y perfectamente reconocible. Lo que es feo, lo es, sin remisión. Pero no solo era un problema estético, también lo era ético, sobre todo porque las propuestas de esas gentes (trece, nada menos) carecían de misterio y belleza y, por supuesto, del hegeliano valor de lo «Significativo». Más aún, evidenciaban la ley del mínimo esfuerzo y eso no me gustó nada, por irrespetuoso. Quizá esa era la causa de que no hubiera pie de foto, para borrar las huellas del delito estético y ético o ya, de antemano, se habían constituido en equipo y asumían el anonimato en aras del plan común. Todo era de todos, pero eso es sumamente extraño, me parece. En el inaudito e imposible caso de que me hubieran contratado, habría intentado fotografiar interiores solos, cerrados, abandonados, porque esa fantasmal realidad, que a fin de cuentas también es de ahora, es a la que han llegado determinados lugares con el advenimiento de la «contemporaneidad». El pasado, que lo es por la insoslayable presencia del presente. Fueron y ya solo son vacío, nada y polvo. Sí, ver y fotografiar lo que pueda haber detrás de los altos muros, de las puertas herméticamente cerradas y las polvorientas y enrejadas ventanas. Esas imágenes podrían simbolizar que la ciudad se mueva dejando atrás otros momentos, otros espacios, otros claroscuros y otras vidas. Pero no, esa no habría sido una buena idea y debió ser por eso por lo que no se acordaron de mí (supongo)…»La Fotografía no rememora el pasado (no hay nada de proustiano en una foto). El efecto que produce en mí no es la restitución de lo abolido (por el tiempo, por la distancia), sino el testimonio de que lo que veo ha sido. La fotografía no dice (forzosamente) lo que ya no es, sino tan sólo y sin duda alguna lo que ha sido». Roland Barthes
…Sería impensable que a mi amigo Masao Shimono la ciudad le dedicara una calle, la del Coliseo, por ejemplo. Él vivió aquí más de treinta años y pintó, recreó y reinterpretó mágicamente la ciudad, como nadie lo había hecho hasta entonces. Fue un precursor e innovador iconográfico en el tratamiento de sus formas. Su profundo sentido de la belleza creó otra forma de percibir la ciudad. Ella, indudablemente, resultó beneficiada. De esa buena noticia creo que sólo nos enteramos unos pocos. Inventó perfiles diferentes, nunca hechos hasta que él los creó: fabulosos, mitológicos. Ella, emergía de sus sueños, lejana, bella, inalcanzable; con el sol o la luna mirando desde arriba e iluminándola para que pudiéramos verla idealizada, espléndida y esplendorosa. Hizo del signo símbolo; o dicho de otra forma más concisa: Arte. Fue muy generoso porque ella no es así; o al menos a mí no me lo parece. Masao gustaba de pintarla desde la lejanía. Sus imágenes, aún perfectamente reconocibles, eran las de una ciudad onírica y fantástica, de una belleza convulsa e inolvidable. Nacidas de un amor no suficientemente correspondido. Seguro. No obstante, reconozco que un año después de su muerte, varias entidades públicas y privadas, colaboraron en una exposición antológica de homenaje; tuve el honor de participar tanto en su montaje como en la edición del catálogo. A mí nunca me ha interesado su atildada imagen desde fuera: es una impostura dedicada a miradas complacientes y perezosas. Siempre he preferido la oscuridad del interior. Lo que quizá sea o pueda ser lo percibo mejor, con más intensidad e impotencia desde dentro: pisando las calles, observando sus retorcidas perspectivas o sintiendo sus gélidas asperezas al alcance imposible de las manos…
La tristeza no se puede tocar con las manos
La melancolía no se puede tocar con las manos
Los gritos no se pueden tocar con las manos
El cielo azul no se puede tocar con las manos
Masao Shimono
DESCONEXIONES (de una Supuesta Realidad). Hace unos años, no sé cuántos, un viernes, a la caída de la tarde, tuve que ir a un recado al centro. Apenas miré a mi alrededor mientras avancé por la plaza principal y por calles céntricas. No vi a nadie que aportara carácter y personalidad a esta deslavazada ciudad. Sólo me crucé con grupos de turistas de aspecto impersonal. Habitantes de la vieja e insustancial ciudad, no más ocho o diez de aspecto anodino. Nada más.