"Una cámara no es capaz de ver lo que ve un hombre: siempre se pierde algo". David Hockney
Tengo billete de vuelta a las 15:50. Poco antes de entrar en la estación hago alguna fotografía más. Lo he pasado estupendamente en Madrid. Es una ciudad magnífica en la siempre me apetece hacer cosas, en contraposición con la mía, en la que nunca deseo hacer nada. A «la innombrable» habría que hacerla capital mundial de la neurastenia, o mejor del aburrimiento, sencillamente.
La señora mayor se duerme; yo leo Chesil Beach, de Ian McEwan, y oigo blues en mi Ipod. Entre leer y escuchar música siempre prefiero leer, con música de fondo, claro. Luego, ya en Madrid: la gente, la calle, los semáforos, el tráfico…y yo. Hay muchos carteles de Photoespaña. Me aburre mucho esa historia anual: la maldita y jodida manía de repetir año tras año lo mismo; y además sin apenas talentos con los que contentarse.
Primero paré ante un nuevo Centro Cultural y fotografié, por fuera. Me gustó mucho el edificio. Es una gran obra de arquitectura de Herzog y De Meuron: suizos. No conozco a ningún suizo. Estos arquitectos son geniales y han creado una obra brillante. Este ingrávido y bellísimo edificio, es una clara muestra de su preocupación por la «percepción sensual» del individuo. Otro día visitaré el interior (supongo, si me dan ganas).
Vi la exposición, sin pretenderlo, muy cerca de una mujer sola; de mediana estatura, delgada, bien vestida y con aspecto interesante. Creo que nos acostumbramos a ir cerca el uno del otro desde la primera sala; procurábamos acercarnos, nos mirábamos disimuladamente de vez en cuando, y si nos alejábamos un poco nos esperábamos. Resultaba excitante. No nos hablábamos, ¿para qué? todo habría resultado muy complicado, supongo. Estábamos en un Museo, ni siquiera era un bar de copas, al calor de la noche. Allí, a mi, sólo me interesaba el discreto juego del deseo imposible. A ella no lo sé.
Sigo con lo mío. Me impresionaron las inacabables explanadas, a distintos niveles, pavimentadas con losas de frío granito. Por un lado, al este, el horizonte montañoso de la sierra madrileña; al oeste, lo que llaman la basílica, que se adentra en el monte de piedras que resbala hasta las explanadas y trepa hacia la alta cruz en cuya base hay cuatro esculturas gigantescas (no se podía subir, lo que me contrarió mucho). Al norte y sur más sierras. Comencé a explorar lentamente con mirada fotográfica (diferente de las otras). Las dimensiones agigantadas de todo lo que me rodeaba, tanto de las explanadas como de las arcadas que se extendían en planos curvos y ángulos rectos, a un lado y a otro de la gran puerta central, me resultaban fotográficamente muy estimulantes. Comencé a utilizar la cámara con ganas (y con frío).