El hermetismo impenetrable de las piedras…
…Llegué al escenario. Eran las cuatro de la tarde. Saludé al hada protectora que me dijo que ya estaba bien, que llevaba tres horas esperando. Había colocado las piedras como yo mismo lo hubiera hecho. Cogí el equipo, trípode incluido, y empecé a fotografiar. El sol se mostraba reacio, se escondía detrás de unas nubes indecisas y además estaba empeñado en ocultarse en una montañita fastidiosa. Para fotografiar todo lo que quería tuve que correr contra el sol, que finalmente se salió con la suya y despareció detrás del cerro alto. Sin darme cuenta me habían dado las seis de la tarde. Todo había acabado. Recogí el equipo, llamé a mis compañeras de viaje (*) e iniciamos la vuelta sin más paradas. El hada protectora se quedó dormida, lo que aprovechó la decepción, siempre atenta la muy arpía, para hacer que me equivocara de carretera, lo que provocó que tuviera que dar un rodeo de cincuenta kilómetros. Entré en mi casa algo después de lo previsto.
*Cuatro. Dos ya conocidas en este diario. «La decepción», molestísima y omnipresente; es como mi sombra: jamás consigo esquivarla o perderla. No le satisface nada y además lo dice. Para conseguir sus propósitos incluso urde jugarretas. El «hada protectora», es la guapa del grupo; también, cariñosa, simpática, intuitiva y generosa. Lo malo es que se distrae con frecuencia y también desparece durante bastante tiempo sin decir cuando volverá. «La osadía», enclenque y feucha; animosa pero sin carácter, medrosa, impresionable, camina despacio y cojea. Actúa muy poco; en este Microviaje, por ejemplo, no hizo absolutamente nada. También venía «la prudencia», de impresionante imagen y fuerte personalidad; incansable, irascible, terca y frustrante. Se lleva muy mal con «la osadía» a la que no tiene inconveniente en pegar a poco que me descuido.
…Inicié el regreso. Paré en un pueblo a unos cuantos kilómetros, a comer. Elegí un restaurante de la plaza (había dos o tres más). Me instalé en el vacío comedor de la primera planta, al lado de la ventana, desde la que me dediqué a vigilar los movimientos de la gente del lugar. El espionaje, a pesar de que era la plaza principal, no me proporcionó ningún entretenimiento: a lo largo de casi una hora, sólo aparecieron tres personas: dos de ellas, empleados de un banco saliendo de trabajar, supongo, y una tercero del que no recuerdo su aspecto. La comida no sólo no me entretuvo, sino que me disgustó: espaguetis, un filete que rezumaba aceite y unas patatas fritas resecas. El menú me costó diez euros, con postre y café. Cuando a primera hora viajaba hacía Ávila, poco antes de llegar, desde la carretera, divisé una zona de piedras de formas redondeadas. Pensé en parar a la vuelta porque tuve el pálpito de que se trataba de uno de mis escenarios fotográficos. Al Microviaje, también se había venido mi hada protectora (el coche iba lleno) y aunque no dije nada, ella se percató y como juega a mi favor y tenía claro que debía protegerme de la decepción (taciturna y acechante en el asiento trasero), se marchó sin decirme nada. Supuse que se había ido a recolocar el decorado de piedras como ella sabía que a mí me gustaría…