Parecía una arcadia, pero no, no lo era…

DIGRESIÓN DOCE. Les distàncies (Las distancias). Cataluña (2018). Guion y dirección: Elena Trapé. Intérpretes: Alexandra Jiménez, Miki Esparbé, Isak Férriz, Bruno Sevilla y María Ribera. Chicos jóvenes, chicos listos, chicos catalanes, chicos cosmopolitas, chicos universitarios, chicos que hacen lo que pueden con sus vidas. Las críticas hablan del desencanto generacional que subyace en esos muchachos: “ implacable crónica en torno al desencanto en la edad adulta”. A mí no me parece que sea para tanto. Lo de generaciones anteriores fue mucho peor y cuanto más atrás nos remontemos, peor todavía. Cuatro viven en Barcelona y uno en Berlín. Los de Barcelona van a ver al de Berlín ya que son amigos desde antes, desde siempre, pero dejarán de serlo, también para siempre. A lo largo de dos días, un fin de semana, se agitan, mucho, hablan, desaparecen, van y vienen, y al final nada, o tan solo lo inevitable. Todos jodidos, mucho más de lo que ya estaban. Esta historia viene a confirmarme lo que sospecho desde hace mucho tiempo sobre la amistad: es un estado de gracia que tan solo nos cunde unos pocos años. Como recurso y moneda de cambio para el trasiego social, no alcanza para más allá de los treinta y cinco, justamente los que tienen los personajes de esta historia. Sí, es posible que la amistad venga desde la juventud porque a partir de los treinta no se hacen amistades, solo se cultivan conocidos. Cuando pienso en las sensaciones de sentirse amigo, pienso que esa especie de alegre enamoramiento donde la camaradería, la complicidad, la admiración, la generosidad y el andar juntos, apretados en un riente abrazo, solo es posible en la niñez y en una incipiente juventud; luego, después, todo suelen ser componendas interesadas. No, no creo en la amistad atravesada infinitamente por el tiempo. Esta descreencia me resulta especialmente triste y frustrante. Es lo que les pasa a los personajes de esta interesante película, que ya se han desfondado y Trapé nos lo cuenta estupendamente: con sentimiento, lucidez y sobre todo con compasión y empatía. Será conveniente seguir la obra de esta catalana. Promete.

DIGRESIÓN DOS. Hesher (2010) EE.UU. Guion y dirección Spencer Susser. Intérpretes: Joseph Gordon-Levitt, Natalie Portman, Devin Brochu, Rainn Wilson, John Carrol Lynch, Audrey Wasilewski, Frank Collison. T.J., un niño en bicicleta, corre desesperado detrás de un coche accidentado que arrastra  una grúa. Es el coche en el que ha muerto su madre. Está loco de amor por las mujeres de su vida (su madre muerta, su abuela, y la chica solitaria). Es un chico leal y valiente, simpático, enamoradizo y dispuesto a todo por recuperar los vivos recuerdos de su madre trágicamente muerta. Hesher, un tipo joven, alto, delgado, pelo largo, barba y estrafalarios tatuajes en pecho y espalda, aparece explosivamente en su vida. Es un cruel Ángel Caído de la Guarda que, inesperada y caóticamente, cuida y abusa de T.J. y su afligida familia. Tiene una furgoneta grande, cochambrosa, apestosa y está completamente loco. Mezcla una inmensa y mágica generosidad con una incomprensible y gratuita crueldad. La abuela de T.J. es un cielo de mujer mayor, anciana más bien, y también está un poco loca. Fuma marihuana para así poder morir sin dolor y en paz. Ella, la abuela, en el colmo del más enloquecido prodigio, sale a pasear después de muerta, con su inaudita familia y el Ángel Caído de la Guarda. El padre, oh el padre, no está loco, pero sí acobardado, deprimido e inconsolable. No reacciona ante nada hasta que no se le pasa la inmensa tristeza y desamparo que siente. Es entonces cuando decide cortarse la barba para celebrar su inútil renacimiento. Nicole, la chica, esplendorosa por su belleza e ingenuidad, no está loca, solo está sola y también es un Ángel Caído de la Guarda. Se mantiene en pie, braceando en una realidad hostil, con modos de frágil superheroína. Está desorientada y ávida de cariño y dinero para pagar sus pequeñas cosas. Con estos personajes, Spencer Susser, construye una historia emotivamente vibrante, desconcertante por las cosas que hacen y dicen todos esos inauditos y perdidos seres. Vi la película solo (Naty estaba en Torrecaballeros, sitio inverosímil para asistir a uno de los cursos idiotas a los que se ve obligada a ir de vez en cuando). Como yo también estoy un poco loco, aunque no me parezca al Ángel Caído de la Guarda sino más bien al padre afligido de la historia, sin motivo que se pueda racionalizar, a no ser, tan solo, por mi vida equivocada, también hago cosas raras: me he levantado a las cinco de la mañana y me he puesto a escribir esta reseña que nadie espera y que, probablemente, nadie leerá nunca (ni puñetera falta que hace). Espléndida película, que es lo único que quería decir, aunque para conseguirlo haya necesitado escribir cuatrocientas cincuenta y nueve palabras.

EPÍLOGO INTERESANTE A REFLEXIONES QUE NO LO ERAN (por tontas): «…Ya que la culpa, con su toxicidad, implica al menos la pervivencia de un vínculo y nos mantiene unidos a los demás. Pero ¿qué pasa cuando hasta la culpa desaparece y no queda nada? La culpa es el último asidero del amor, ya que puede transformarse en deuda y las deudas se pueden y deben pagar». Gustavo Martín Garzo. Y otra más: «No me gusta la gente que sabe. O que muestra que sabe. El saber no sabe. Pero esto pocos lo entienden».  Fleur Jaeegy. Claro, esta reflexión quien mejor la podemos entender somos los que no sabemos. Yo creo entenderla. Genial Fleur Jaeegy; por cierto, tengo dos novelas suyas, espléndidas sin duda, que se me han atragantado. Lo volveré a intentar porque me parece una autora sumamente interesante.

DIGRESIÓN OCHO. Dancing Arabs  (Mis hijos), Israel (2014). Director, Eran Riklis. Guión, Sayed Kashua. Intérpretes: Tawfeek Barhom, Ali Suliman, Razi Gabareen. Una bonita historia repleta de sentimientos impecables. De fondo, el conflicto palestino-israelí; más allá, el de occidentales-árabes o musulmanes; y más allá, el de la discriminación por raza o creencias; y más allá el de la bondad y la ciega y maligna intransigencia; e incluso, todavía más lejos, la imposibilidad de amar por razones ajenas al hecho amoroso. Con cuál quedarse? Tal vez con todas y con ninguna. La virtud indudable de la película es el pulcro y vigoroso ritmo del relato, las excelentes interpretaciones y lo creíble que puede llegar a ser la bondad, la inteligencia y la voluntad de ser. Aunque parezca mentira todas esas bondades se dan en el joven protagonista. Todas las imaginables las atesora el chico palestino, las observas con interés y no te dan ganas de vomitar por sobredosis de cremosas perfecciones por doquier; no, que va, todo resulta muy bonito  y natural. No sé si no se me estará reblandeciendo el espíritu o es que yo también soy un buen tipo que siente efectos reflejos en la inmensa generosidad de los personajes que habitan en la historia. La película, durante hora y media, me provocó la inefable sensación de la comunión entre bondades, las suyas y las mías (estas últimas solo las presupongo). Hasta un sencillo portero de una residencia de estudiantes israelí trata a nuestro palestino con una consideración exquisita. Hay una sola excepción, una familia judía que muestra la peor cara racista, pero los señores Kashua y Riklis tienen la inmensa consideración con los buenos espectadores de no enseñarnos su fea jeta. En el colmo de la combinación florecida entre lo blanco y lo negro y viceversa se produce un inverosímil intercambio de identidades y lo que era negro pasa a ser blanco, y lo blanco descansará eternamente en la tierra de los negros. Emotiva, y sencilla, y creíble, y deseable, y utópica, y bonita, muy bonita. Todo. Gran película.