Mi primera casa y mis horizontes, donde comencé a caminar inestablemente, y así sigo…
Ayer me fijé mucho en Tristan Tzara que era un gran artista. Fue porque yo habría querido ser tan artista como él. Pero no ha podido ser, quizá porque él nació en un sitio tan curioso como Moinesti, ciudad del distrito de Bacau, en Rumanía, nada menos, que parece un sitio remoto y estupendo para que nazca un artista. Quizá todos los nacidos en ese lugar también sean aristas. Yo nací, o al menos me crié, en un sitio también raro: El cerro del Acebuchal, en Zurraquín (ahora no sé si pertenece al distrito de Argés, o tal vez Guadamur, o a ninguno) pero no es lo mismo que Moinesti y, aunque también parezca un sitio propicio para que prenda el talento artístico, lamentablemente no ha sido así y la prueba es que nadie que haya nacido en ese solitario cerro ha llegado a nada en arte, que yo sepa. Ayer, también, en mi desesperado intento de parecerme a un artista, plagié a Borges, que lo era inmensamente. Dijo: «El mundo desgraciadamente es real, yo desgraciadamente soy Borges».
CUANDO FUI NIÑO VI. «Cuando finalmente supe quién era, ya no me importaba». Juan Antonio Masoliver Ródenas.
Ahora, me gustaría volver a vivir en esa casa, si pudiera. No lo dudaría. Sí, tendría un poderoso sentido hacerlo. Morir donde nací. Pero la casa está a punto de derrumbarse, aunque aún siga habitada. Me asusta sentir hasta qué punto soy el niño que fui. Como dijo Lobo Antunes, no solo soy hijo y nieto del que fui, soy el que fui, exactamente el mismo. Nada ha cambiado en tantos años. No he aprendido ni olvidado nada. Allí me siento como en el útero y mi mirada no mira, ni tan siquiera ve, acaricia amorosamente todo. Me impresiona. Estoy prendido con un alfiler en el cartón piedra de la misma escena. Me conmueve sentidamente la parte de mí que sigue habitando ahí y de la que no he podido liberarme nunca. Puedo imaginar mi vida allí ahora. «El Hombre», lo consigue, vive solo en cerro del Acebuchal desde hace nueve años, aterido de frío en invierno y asfixiado de calor en verano. Me acuerdo muy bien de esas sensaciones. No haría nada, viviría sin culpa una completa pasividad. Me levantaría por las mañanas de invierno, encendería la lumbre y me sentaría a mirar el fuego esperando a que la mañana pasara, y luego la tarde. Después me acostaría tempano, cuando se hiciera de noche, en medio del silencio absoluto del cerro, bajo una montaña de mantas, como entonces. Y así todos los días. En el buen tiempo, sacaría una silla a la puerta y me sentaría frente a las piedras y el horizonte, en silencio, mañana y tarde, hasta que oscureciera y pudiera ver las estrellas. Y así todos los días. Quieto, esperando, siempre esperando que sucediera algo, como entonces. Eso tendría un sentido absoluto: cerrar nada menos que una vida, nada menos que la mía, con un prodigioso desenlace, equilibrado y congruente. Los sesenta años que habría pasado lejos de la casa dejarían de tener importancia y todos los ridículos sufridos quedarían borrados para siempre. A la mierda con esa inmensa cantidad de tiempo, prescindible e irrelevante. La casa ha permanecido en pie como si su único sentido fuera que volviera a ella para acabar juntos. Una mañana de invierno no me levantaría y en esa aciaga y luminosa mañana la casa se derrumbaría y yo permanecería dentro de ella, para el resto del tiempo. Por fin salvado. Sublime estética apocalíptica.
ZURRAQUÍN XI (o las fotografías que se revelaron tan oscuras e inciertas como los recuerdos). Cuando enfilábamos el camino hacia la salida, la furgoneta de los que estaban en la casa nos adelantó y se paró a nuestra altura. Me bajé del coche y fui a saludar a los hombres que nos habían echado hacía sólo un rato: eran dos de más de sesenta años, grandes e inmensamente gordos. Agustín, menudo y arrugado, iba entre ambos. Me dirigí al conductor, que parecía ser el jefe. Le saludé y, sorprendentemente, me peguntó: ¿eres hijo de Colás?– Sí -le contesté-. –Conocí a tu padre; era un buen hombre. Recuerdo que, cuando vivíamos en Matamoros (otra finca colindante), le vendió a mi padre una radio; había que mantener la antena en un recipiente de sal -me dijo-. -Me acuerdo perfectamente de tu padre, aunque yo era muy joven-. Continuamos hablando un buen rato de cosas de aquella época. Ya no era el tipo vociferante de antes, sino un hombre algo tosco, pero amable y conversador. Me dijo que iba a la casa porque era amigo del dueño, pero que en ella vivía un tipo valenciano que no estaba (ese debía ser al que Nerdo llamaba el «hombre»). Después de un buen rato de intercambio de recuerdos, nos despedimos amigablemente.
ZURRAQUÍN III (o las fotografías que se revelaron tan oscuras e inciertas como los recuerdos). Después de fotografiar el majestuoso Acebuche, continuamos avanzando por el camino hacia el Acebuchal. Los «amos», conocidos en la zona como los «Carrucas», construyeron una casa para el guarda (mi padre) en el Cerro más alto de la finca, a poco menos de dos kilómetros de la casa grande, donde habitaban ellos y los trabajadores. La razón de situarla en el punto más alto de los alrededores, debió ser porque así el guarda (mi padre) podía vigilar más terreno; o simplemente por fastidiar, porque la pequeña casa estaba alejada de todo y de todos. Fue una circunstancia transcendente para mí, porque sospecho que influyó en mi manera de ser y estar en el mundo posteriormente: no compartí juegos con otros niños, y esa anómala circunstancia pudo ser el origen de una cierta misantropía y también una obstinada independencia; aunque de ambos rasgos no estoy seguro del todo. También de otras muchas incompatibilidades y complejos; pero tampoco eso lo sé con certeza. Probablemente sólo sean conjeturas o simplistas respuestas a preguntas imposibles…
ZURRAQUÍN X (o las fotografías que se revelaron tan oscuras e inciertas como los recuerdos). Bordeamos el Cerro del Acebuchal por el camino que lo circundaba y fotografié unos escuetos palos que sostenían un cable por donde llegaba la electricidad a la casa; en nuestra época, la única luz provenía de faroles, candiles y del fuego de la chimenea. Todavía oíamos las voces de los hombres, ahora ya fuera de la casa. Continuamos avanzando lentamente y fotografiando el cerro y su enmarañada maleza salpicada de ásperas piedras, debajo de las cuales, en mis juegos infantiles, soñaba que había tesoros. En este cerro duro, inclemente y solo, jugué durante varios años de mi infancia. A veces me vencía el cansancio y el aburrimiento y me quedaba dormido reclinado en una piedra, a la que se subía mi perra Cuca para avisar a mi madre de que estaba debajo. Aquella perra común, pequeña, canela y cariñosa fue mi única compañera de juegos en aquel secarral. La abrumaba tanto con mis exigencias que, cuando se hartaba, se escondía y no aparecía en horas…
ZURRAQUÍN (o las fotografías que se revelaron tan oscuras e inciertas como los recuerdos). EPÍLOGO. Me sentí contento y frustrado al mismo tiempo: por un lado, había conseguido volver a recorrer caminos ya recorridos hacía tanto tiempo (pisar, ver y fotografiar el paisaje de mi niñez), pero, por otro, no había logrado entrar en la casa y recrear más intensamente mis más sentidos recuerdos. Esa tarde, tantos años después, el Cerro del Acebuchal y el paisaje que quedó grabado en mi alma para siempre, me parecieron exactos a entonces, y pensé en lo poco que he cambiado o lo presente que aún siguen en mí aquellas sensaciones: una aplastante desorientación y soledad que me obligó a inventarme un mundo más allá de su inhóspita aspereza sin consuelo. Me pregunto, con desazón agorera, porqué necesito, precisamente ahora, cerrar capítulos de mi vida aferrados a mi memoria obsesivamente. No me contesto.