PAISAJE en el que CRECÍ y que siempre me provoca una EXTRAÑA sensación entre la PLENITUD y el MALESTAR...
ZURRAQUÍN VIII (o las fotografías que se revelaron tan oscuras e inciertas como los recuerdos). Pregunté a Agustín si podíamos dar una vuelta por el cerro, en la confianza de que él se quedara y así poder recrearme tranquilamente entre las piedras donde jugaba de niño con mi perra Cuca. Pero no, se vino con nosotros y siguió contándonos su vida. No había momento para fotografiar, ni para la evocación, ni para entrar en la casa, ni para nada. Empecé a sentir una frustrada irritación. Parte tenía que ver con que, tontamente, imaginé, que dado que íbamos en visita de buena voluntad, además de llevar como argumento de presentación nada menos que la memoria y la nostalgia de la infancia, los sensibles habitantes de Zurraquín nos recibirían cordial y comprensivamente, y podríamos intercambiar experiencias y sensaciones de una misma tierra con la que teníamos algo en común: yo el pasado y ellos el presente. No, no estaba siendo así, nadie quería vernos allí: Nerdo no sabía cómo perdernos de vista, el dueño prefería dormir y que le dejáramos en paz (debió pasar instrucciones a Nerdo), y los hombres de la casa que gritaban y gritaban, nos habían echado destempladamente…
CUANDO FUI NIÑO I. «El niño que dejé de ser se convirtió en un antepasado y, en cierta medida, en una criatura enigmática, distante, de la cual soy hijo o nieto…». Antonio Lobo Antunes
Sí, como dice Lobo, ahora, doblada la penúltima esquina, siento palpitar con fuerza creciente el tiempo de la niñez, de la más remota y perpleja, de la que acababa de asomarse a la luz de los días. Cuando todavía no sabía nada. Luego, a medida que el tiempo fue venciéndola, arrasándola, comencé a intuir que fue allí, en aquellos inciertos momentos donde se anunciaron todas las derrotas que luego me llevaron por delante. Pero no porque lo que allí sucedió determinara nada, sino simplemente porque empecé a darme cuenta de quién era y de lo que tenía. Todo empezó allí y solo por eso el escenario se ha convertido en pieza esencial e insustituible para contar mi historia. Sin escenario no hay función. El libreto que narra los hechos es secundario, irrelevante, no es tan importante como los escenarios, no, no al menos en mi vida. Simplemente porque yo no he hecho nada de nada, solo me he arrastrado por decorados que me han venido dados. Soy quien soy y no puedo hace nada al respecto, aunque pesadamente me empeñe en intentarlo. Ahora,como nieto que soy de aquel niño azorado y arrasado por la ansiedad de frustradas esperas diarias, siento una enfermiza e irreprimible curiosidad por el espacio donde se representó la premonitoria ceremonia de un destino anunciado, fatal e ineludible. En aquel momento ya probablemente intuía que nada iría bien. Pero no, no lo sabía, todavía no podía saberlo. Aún me faltaban conjeturas por contrastar. Fue un tiempo decepcionante e infeliz. Vacío. Mi niñez allí quizá no fue tan dura como mi inmisericorde memoria se empeña en recordar. Solo se trataba de un escenario adverso que, combinado con otras deficiencias con las que ya estaba lastrado desde antes de nacer, hicieron que todo sucediera como inexorablemente estaba predeterminado…
ZURRAQUÍN IV (o las fotografías que se revelaron tan oscuras e inciertas como los recuerdos). Avanzábamos lentamente. Llegamos a una bifurcación de caminos y nos sentamos un rato a sentir la tarde y el paisaje. Todo estaba saliendo como había deseado y percibía gozosamente todo lo que me rodeaba: la claridad y brillantez de la luz, a veces filtrada y matizada por unas nubes majestuosas y soberbias; los pequeños cerros que configuraban un paisaje ondulado de sugestivos lados ocultos; senderos entre tomillo, esparto y retamas, que invitaban a la exploración; pequeñas plantas florecidas; las sinuosas curvas de los caminos y sus encrucijadas; el aire primaveral, los olores y la multitud de conejos que correteaban entre las piedras. Todo, todo eso, en un silencio absoluto, hacía que esa tarde fuera la mejor posible para mí. La sensibilidad y receptividad extrema hacia el entorno que me rodeaba estaban estimuladas por la memoria y por la creencia, por fin después de tanto tiempo, de que mi infancia, a pesar del aislamiento en el que la viví, fue especial, propia y hermosamente intransferible. No se pareció a ninguna otra que yo conozca, y esa sensación, ahora, me resulta imprescindible, porque asumirla me permite que todo adquiera algo de sentido. Quiero creer…
CUANDO FUI NIÑO II. «Una persona, llegue hasta donde llegue, jamás puede dejar de ser ella misma». Haruki Murakami.
En aquellos primeros años sentía un irrefrenable ansia, una necesidad imperiosa de salir de este paisaje, exactamente el que aparece en esta fotografía y, esa circunstancia, hacía que me sintiera prisionero, distinto a los demás. No soportaba la diferencia; no me sentía uno más, sino uno menos. Un pequeño ser frágil y acobardado, que se empeñaba en achacar todo al hecho de vivir en un sitio diferente y solitario. Ahora, por fin sé que lo que he pensado durante tantos años sobre aquel tiempo ha sido una vulgar falacia autocompasiva. No, porque todo estaba en mí desde el mismo momento en que aparecí en el mundo. Si algo he aprendido o de algo estoy convencido es que no son las circunstancias las que hacen a la persona sino, y siempre, es la persona la que se constituye a sí misma, frente a cualquier circunstancia. No creo que la constitución y formación de uno esté más allá de sus propias capacidades y la mera voluntad de ser… Las circunstancias y contextos históricos solo son eventualidades, azarosos momentos sin apenas importancia porque nos vienen dados a todos; la vida está siempre en otra parte, en el centro y núcleo de uno mismo…
DIGRESIÓN UNA: Sueño de invierno (Turquía 2014), escrita por: Nuri Bilge Ceylan, Ebru Ceylan, Ercan Kesal, y dirigida por Nuri Bilge Ceylan. Intérpretes: Haluk Bilginer,Ayberk Pekcan, Demet Akbag, Emirhan Doruktutan, Melisa Sözen. La película dura ciento ochenta y cinco minutos. No me ha cansado en absoluto, a pesar de que mi Oráculo Cinematográfico, Carlos Boyero, dice de ella: «Dedica 200 minutos a contar algo que me resulta tan discursivo como vacuo, aunque imagino que se me escapa el arte y la trascendencia de su mensaje». Sin embargo a mí me ha interesado mucho. El paisaje, escenario de la historia, es hondo, bello, sobrecogedor; tiene una importancia sustancial en la manera de ser y en el comportamiento de los personajes. Ninguno de ellos, seguramente, sería como es en otro escenario. Quizá a todos nos haya conformado el paisaje, pero en esas solitarias criaturas lo hace primordialmente. Yo tengo la certeza (una de las escasísimas de las que dispongo) que soy hijo del paisaje de mi niñez (foto de hoy). Largos diálogos, casi siempre a dos, van calando en la conciencia y hacen sentir que todo tiene equilibrio y sentido en la vida de los personajes. Las piezas y la desolación encajan armónicamente y todo acaba con una mirada detrás de una ventana; fuera el frío, la nieve y la vida inalcanzable. No, no hay modo de cambiar nada. Todo es natural e inexorable en esta historia. Y fatal, pero inmensamente bello.
CUANDO FUI NIÑO IV. «Continuamente estamos inmersos en un cruce de espadas con nuestro pasado». Rafael Argullol.
Sí, por eso, el cuatro de marzo, por sentirme ya el nieto del niño que fui, decidí acercarme al –no lugar– que fue y sigue siendo. A medida que avanzaba por el camino de acceso, que vigilé obsesivamente durante años desde el lejano cerro pedregoso, deseando que alguien apareciera y me diera la alegría de una presencia inesperada, me sentía conmovido y azorado por el estruendoso fragor de los recuerdos. Sabía que la casa estaba habitada por «El Hombre», así lo llamó hace tres años un tractorista de la finca al que pregunté. Llegué a la casa a las once y media de la mañana. Una furgoneta aparcada en la puerta y un perro grande tumbado al lado. «El Hombre», de espaldas hacia donde me encontraba, subió a la furgoneta. Aún no me había visto. Me acerqué y di los buenos días a su espalda casi, volvió la cabeza y me miró sorprendido, extrañado. Salió del coche. Me apresuré a presentarme y decirle quien era y la razón de mi visita. Su aparente tensión se disipó y me sonrió. Nos tendimos la mano y comenzamos a charlar. Parecía entender mis razones. Continué dándole algunos referentes más sobre mi vida en la que era su casa ahora. «El Hombre» enseguida tomó el mando de la conversación y me relató su relación con la casa. Al parecer iba a la finca desde que la compraron los actuales propietarios, de los que era medio amigo, y cuando se jubiló le ofrecieron quedarse a vivir en ella gratis, eso sí sin costear nada de mantenimiento. Ahora, con setenta y cinco años ya, lleva nueve viviendo solo en el cerro. Me habló de las pequeñas reformas que había hecho, como por ejemplo construir una ducha aun sin agua corriente, que debe llevar con su furgoneta y mantenerla en un depósito. Nosotros, cuando vivimos allí, la llevábamos en cántaros en una burra sin nombre. Sin embargo sí tiene luz eléctrica. Nosotros no teníamos. «El Hombre», no muy alto, era fuerte y aun se apreciaba en él el vigor necesario para vivir solo en lo alto de un cerro abandonado y valerse de sus propios medios. Pareció entender perfectamente las razones sentimentales de mi visita y en todo momento se mostró conversador y amigable. Después de diez o quince minutos «El Hombre» (no supe como se llamaba), comenzó a mostrar ciertos síntomas de impaciencia y me dijo que tenía que marcharse porque había quedado a una hora determinada en Argés, un pueblo cercano. Nos despedimos y, antes de marcharse, me dijo, generosamente, que podía volver cuando quisiera. Se lo agradecí de veras porque no es fácil que un desconocido se presté a recibirte, aunque solo sea en la puerta de su casa. Me marché seguido de Charlie Brown hacia Loches, donde vivieron mis abuelos paternos y donde iba con frecuencia con mi madre montado en la burra sin nombre. Después de recorrer la mitad de la distancia no pude seguir porque el camino lo había cortado una autovía de reciente construcción…