El diario de ayer, irrefrenable e impremeditado, me aboca a pensar y preguntarme en qué me parezco a mi madre. No sé por qué siempre he eludido esa pregunta; probablemente porque nunca he reflexionado lo suficiente en ello. Mi madre me merece un respeto reverencial por su afecto, capacidad de trabajo, sacrificio y lucidez a la hora de ordenar la supervivencia de nuestra corta familia. Originalmente, sólo éramos tres; luego llegó Gabriel, su nieto. Aunque ella también se ocupó generosamente de padres, hermanos, sobrinos y de todos los que se pusieran al alcance de su irresistible generosidad. Nuestro parecido físico, aunque nadie lo mencionara, quizá fuera mayor de lo que parecía: rebajó mi estatura en relación a mi padre, oscureció el color de mi pelo, de los ojos y de la piel. Ella no medía más de uno sesenta y era morena. En cuanto a rasgos de carácter, creo que sin su aportación genética, yo no haría lo que hago y ya me habría disuelto en la nada (aunque estoy en ello). Comparto con ella una necesidad imperiosa y casi obsesiva de que todo esté en orden: somos capaces de ordenar el desorden en un nuevo desorden; eso sí, ordenado. Quizá también me parezco a ella en que nunca nos rendimos: entre hacer o no, siempre optamos por hacer. Aunque no nos conduzca a nada productivo para nosotros. Ambos sabíamos, aunque fuera intuitivamente, del valor terapéutico del trabajo. Fue siempre fiel a los suyos, en los que incluía hasta familiares lejanos (yo no comparto esa abnegación, ni mucho menos). Sin duda fue ella la que incorporó las células que han hecho que me apasionaran los libros, clave de todo lo demás. También otros aspectos importantes que han definido mi manera de situarme en el mundo.
28 OCTUBRE 2009
© 1977 pepe fuentes