…Viernes, veintitrés: todo seguía igual. Un interminable vaivén entre la consciencia balbuciente y el sueño profundo. Su cuerpo, quebrantado por el mal y el tratamiento paliativo, no rompía sus ganas de seguir con su vida como si nada ocurriera. Todo tenía sentido. Quizá, finalmente, todo lo tenga. Fue un hombre sencillo que gozó de una salud perfecta y de un excepcional y agudo instinto para mantenerse alejado del displacer. Gozó siempre de las pequeñas o grandes satisfacciones para él, que no fueron otras que las que podía degustar con solo alargar la mano, y que no requerían complejidades psicológicas o existenciales. Y, ni mucho menos, agitaciones o dudas de orden moral o metafísico. Su derecho a ese modesto hedonismo lo defendió con una firmeza inquebrantable. Sencillamente, esas satisfacciones cotidianas no eran negociables, porque estaban revestidas de una lógica y un sentido básico e incuestionable; residían en degustar el paso del tiempo, alojado en la gran casa de la normalidad correcta y virtuosa, junto con los más, bien instalado y tranquilo. Supongo que pensaba: «un hombre, al menos, tiene ese derecho, y nada ni nadie puede malograrlo en nombre de algún prudente y frustrante deber»…
11 ENERO 2012
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