3 SEPTIEMBRE 2018

© pepe fuentes
Autor
pepe fuentes
Fecha de diario
2018-09-03
Referencia
8504

HOY HACE CUARENTA AÑOS QUE MURIÓ MI PADRE. Si no hubiera muerto, hoy tendría noventa y uno. No acierto a intuir cómo habría sido nuestra vida si esa improbable, o más bien imposible circunstancia se hubiera dado. En esta fotografía, probablemente realizada por un fotógrafo callejero (como yo), mi padre debía tener veinticuatro años: avanza resuelto y sonriente del brazo de mi madre, toda una premonición porque sin ella no hubiera sido nada. En ese tiempo, su cuerpo transmitía firmeza y confianza, belleza incluso. El futuro parecía tenerle reservados gloriosos momentos. Y al lado, mi madre, que también muestra un semblante de mujer rebosante, plena, convencida de que su feliz enamoramiento había sido una suerte absoluta. Toda aquella apostura no tardó en disiparse. Y encima nací yo, tan solo un año después. A lo largo de los años en los que convivimos no conseguí saber nada realmente importante de él. Prefiero pensar en él como un hombre lúcido que en algún momento de su vida se percató de que era un perdedor sin redención posible y decidió destruirse a conciencia, y de paso a la mujer que camina confiada junto a él en una afortunada foto de noviazgo feliz en los años cincuenta. No cultivó ninguna afición que hubiera podido orientarme, y tampoco dejó nada a su muerte, ningún objeto hacia el que sintiera algún aprecio. Su vida fue blanca, aséptica, vacía, no contaminada por ideas o reflexiones y mucho menos por ideales. Solo vivió para la obsesiva adicción de estragarse con alcohol y tabaco diariamente y así hasta el final de su corta vida. Sin embargo, creo saber que tenía una cierta capacidad intuitiva para entender a las gentes con las que tuvo que tratar. Fue generoso porque no supo no serlo. Y también sensiblero, uno de los molestos rasgos de carácter que heredé de él. Ya no sabré si no me transmitió su sentido de la vida porque no quiso contaminarme o porque no tuvo ninguno en especial. Nunca me habló de sus angustias, de sus incertidumbres, de su sensación de fracaso, que tanto debió pesarle. Nunca me habló de nada. Fue un enigma para mí. Le echo mucho de menos porque, si al menos me hubiera dado cuenta de la enorme importancia que ha tenido para mí en estos cuarenta años, habría intentado conocerle, entenderle y así entenderme yo. La paternidad siempre termina siendo un fracaso irreparable. La vergüenza pesa demasiado en las relaciones paternofiliales. Los padres y los hijos nunca llegamos a conocernos y menos a comprendernos. Solo podemos aspirar a querernos, y casi siempre después de que todo haya acabado. “Si las demás personas son un enigma, los padres son un misterio insondable”. John Banville

Pepe Fuentes ·