EL BATRACIO QUE QUISO SER CANGREJO
(metáfora navideña del reino animal)
El cuatro de diciembre, por la mañana, nueva consulta con la cirujana (para quitar los puntos de sutura). El aprensivo paciente no llegó a la consulta especialmente asustado. Confiaba en soportar el previsible dolor. Aunque no fuera muy listo procuraba ser precavido y se dijo: –si me tomo antes un fuerte calmante sentiré menos dolor- La estratagema no le funcionó: el dolor fue tan agudo que vino a confirmar la anterior valoración sobre su inexistente inteligencia preventiva. Cuando la cirujana comenzó a quitarle los puntos sintió un agudísimo dolor que hizo que se situara al borde mismo del mareo. Tuvo que reclinarse en la camilla con una especie de náusea acompañada de un ligero desvanecimiento. Menos mal que nunca había tenido que soportar dolores físicos en su ya larga vida, porque en ese caso habría sido un firme candidato a la invalidez permanente. Menudo plan. La doctora le dijo que el siguiente paso en el proceso era recibir masajes para eliminar la fibrosis e indeseables bolsas de líquidos. Planeó con la enfermera esa fase, que suponía añadir costes a los que ya llevaba. Cuando al día siguiente se quitó la dichosa mentonera para lavarla (estaba asquerosa) y afeitarse se encontró con una cara llena de protuberancias durísimas (debía ser la fibrosis) que hacían que más que una cara pareciera una plaza empedrada. En cuanto al objetivo de reducir la papada abacial, tuvo la impresión de que el resultado era prometedor y que dejaría de parecer un batracio para aparentar ser un jodido y viejo cangrejo. Quizá, ahora que el inaudito proceso de restauración para reconvertir la innoble y vulgar papada en grácil cuello de garza tocaba a su fin, nuestro rectificado (como los motores) tipo pensó que era el momento de describir someramente a la artífice-cirujana: mujer joven, tal vez en la treintena, de baja estatura, morena, rostro agraciado y expresión confiada, segura de sí misma. Resultaba llamativa la viveza de la mirada y la elocuencia en el rostro al expresarse, que acompañaba de una sonrisa franca con la que transmitía cercanía e interés por el paciente. Estrategia seductora para sus fines, claro. Conseguía crear confianza en su capacidad y profesionalidad. Mejor esos gestos empáticos y simpáticos que la adustez profesional, sin duda…