EL HIJO DEL FERROVIARIO, o cómo todo termina colocándose en su sitio III
En la puerta siguiente, vivía un chico algo mayor que yo que iba a mi colegio, dos cursos más adelantado. Por las mañanas me pasaba por su casa y le esperaba, mientras desayunaba pan mojado en café con leche, para ir andando juntos al colegio, que se encontraba en el centro de la ciudad, a unos tres kilómetros; curiosamente me acuerdo de lo que desayunaba él pero no lo que desayunaba yo (ahora que caigo, no me acuerdo lo que desayuné hasta que me casé por primera vez). Como era dos años mayor que yo siempre me sentía muy impresionado y le seguía como un corderito. Supongo que mis padres hablaron con los suyos para que cuidara de que no me pasara nada en el trayecto (yo solo tenía diez años). Su padre tenía un taller de reparación de motores eléctricos, en el que luego trabajó el niño (casi todos los que íbamos a esos colegios tan malos estábamos desahuciados). Más abajo vivía un matrimonio con un hijo único, un niño que se llamaba como yo, muy pequeño en aquel entonces. Curiosamente, eran los tíos de la que fue mi primera mujer, Carmen. En las tres puertas consecutivas vivían tres hijos únicos, como yo. Esta escasez de hijos en el lado derecho de la calle (según bajaba de mi casa) la compensaban con creces los vecinos de enfrente (casa de la fotografía), un matrimonio que tenía seis u ocho (ya no me acuerdo bien). Cristalero el padre y droguera la madre. Frecuentaba esa casa porque me hice amigo del hijo mayor (bastante listo también, pero no tanto como el hijo del ferroviario y la prueba es que admitió ser mi amigo). También procuraba ir a esta casa porque me gustaba una hermana de mi amigo, de mi edad, que se encontraba interna en nuestra propia ciudad, uniformada de riguroso negro, en el que fue considerado en algún momento como uno de los mejores colegios de Europa: El Real Colegio de Doncellas Nobles (nunca supe el origen de la nobleza del cristalero y la droguera, sus padres)…