VIAJE A MÉXICO, Julio 2019
Oaxaca:
martes dieciséis, por la tarde.
A las tres salimos al encuentro de la guía que nos acompañaría en la visita turística por la ciudad.
Cinco minutos después de conocerla ya nos percatamos de que tendríamos problemas con ella.
Nada más salir del hotel, mientras nos contaba algo, aceleró el paso y fue alejándose de nosotros hasta más de treinta metros mientras observábamos, atónitos, que seguía hablando sola, y no era porque nosotros ralentizáramos la marcha sino porque ella la aceleró sin sentido.
Ese fue el preciso instante en el que tendríamos que haberla despedido, cosa que no hicimos. Lamentablemente, a lo largo de la tarde, nos dio sobradas razones para hacerlo.
Lo primero que nos encontramos fue el magnífico templo Santo Domingo de Guzmán, barroco (nuevo hispánico), situado muy cerca de nuestro hotel.
La guía, mujer madura (abuela ya, según mencionó varias veces), para la que no sé si llegamos a existir en algún momento o si tan solo éramos un pretexto para colocar su rollo: un discurso egocéntrico exasperantemente desordenado y apenas inteligible.
Con fuerte acento extranjero, en el que muchas de las palabras eran anglicismos, nos colocó un incesante farfulleo sobre todo lo que se le ocurría; saltaba de un tema a otro sin orden ni concierto. No hablaba, mascullaba.
Podíamos pasar de la visita a un antiguo convento que ahora es un magnífico y lujoso hotel (Quinta Real), en el que habían mantenido elementos de la arquitectura y la decoración original, a llevarnos a un mercado popular y, durante más de quince minutos, hablar de las propiedades del cacao; y luego, sin solución de continuidad, llevarnos al Zócalo y lamentar el cómo se habían roto las costumbres en relación al modo de acudir a esa plaza, lo maravilloso que era antes y lo detestable que es ahora; o hablarnos de sus cuatro hijas; o de su trabajo en la Unesco; o de cómo habría que gestionar la ciudad, que, naturalmente, desde su punto de vista, era desastroso.
En ningún momento nos miró y se planteó cuáles podrían ser nuestros gustos, necesidades o preferencias o qué podría interesarnos más. La señora nos impidió pasear por la ciudad a nuestro ritmo y voluntad, nos distrajo y nos hizo perder el tiempo deplorablemente.
Cuando hablaba (no se calló ni un solo minuto en dos horas y media), yo me desentendía y dejaba de escucharla incapaz de mantener una mínima concentración, por lo que, de vez en cuando, tenía que preguntarle cosas como ¿de qué siglo dijiste que era este edificio? Y así.
Lo único que agradecimos es que nos llevara al Museo de las Culturas, ubicado en el magnífico edificio del antiguo convento dominico, Santo Domingo de Guzmán.
Entramos media hora antes de que cerraran, por lo que apenas pudimos ver nada. A mitad de la visita al museo dio media vuelta y se largó. Menos mal.
Salimos del Museo sin haber visto casi nada, por lo que nos prometimos volver al día siguiente ya que quedamos muy impresionados con su sobria y majestuosa arquitectura…