VIAJE A MÉXICO, Julio 2019.
Campeche:
martes veintitrés, por la tarde.
A las seis y media salimos con las cámaras a callejear.
Nos dirigimos al centro histórico, que parecía pequeño,
sumamente agradable y urbanísticamente muy interesante.
Las calles estaban denominadas con números: pares las paralelas al mar que desembocaban en la plaza de la independencia o plaza grande (Zócalo); e impares las perpendiculares, las que se orientaban hacia el malecón.
Paseamos despacio, admirándonos de la racionalidad del trazado y la estructura de las calles, formadas por edificios de una o dos plantas como máximo, muchos con portales en los que se podía ver al fondo patios rodeados por columnas de granito o madera.
Ningún cable afeaba las fachadas ya que los habían soterrado. Embellecidas con colores entre los que predominaban los tonos pastel y ocres que no se repetían de un edificio a otro.
Hacia un calor sofocante. Paramos en uno de los bares del “andador” (calle peatonal) a tomarnos un refresco.
A la caída de la tarde nos acercamos al malecón, un largo paseo marítimo donde los campechanos paseaban y hacían deporte. Nos sentamos a ver anochecer sobre la ciudad y el mar.
Volvimos despacio hacia el casco antiguo. Atravesamos un parque donde paseaba gente y los niños jugaban y montaban en bicicleta. A lo lejos, caminando despacio y en dirección hacia nosotros, un padre enano caminaba con su hija, también enana, de unos ocho años. Charlaban animadamente. No pude evitar tener un odioso e injustificado prejuicio conmiserativo, sobre todo pensando en la niña.
Cuando se cruzaron con nosotros nos saludaron con una sonrisa y un ligero movimiento de cabeza. Me sentí más estúpido todavía.
Buscamos la calle donde ya sabíamos que había numerosos restaurantes y terrazas en ambas aceras.
Nos sentamos en uno de ellos y tomamos para cenar una ensalada y unos tacos con cerveza…