DIGRESIÓN OCHO. Tõde ja õigus. (Verdad y Justicia) Estonia (2019). Guion: Tanel Toom (Novela: Anton Hansen Tammsaare). Dirección: Tanel Toom. Intérpretes: Loora-Eliise Kaarels, Priit Võigemast, Maiken Schmidt, Risto Vaidla, Priit Loog, Ester Kuntu, Marika Vaarik, Mikk Kaasik, Simeoni Sundja.
La película es un destilado del género de novela naturalista decimonónica, impregnada de un hondo sentido religioso católico de un rigor calvinista (la estructura literaria y contenido me recordaba tremendamente a Knut Hamsun, que leí con ganas hace muchísimos años, pero que después, en ningún momento, he sentido la necesidad de revisar). Anton Hansen, autor de la novela en la que se basa, nació aproximadamente en la época que narra la película. La localización y escenario no pueden ser más idóneos; transmiten a la perfección el rigor y dificultades que entrañaba la vida de los granjeros en una tierra inhóspita. La ambientación, las construcciones de las granjas de la época, así como la tipología y vestuario de los habitantes de esa zona, están perfectamente conseguidas y nos sitúan en el centro mismo de las circunstancias culturales y vitales de los personajes. Andrés, protagonista absoluto de la historia, llega recién casado a Robber’s Rise, con el firme propósito de crear la granja perfecta que alimenta sus sueños, criar una familia (numerosa), y que sea el hábitat de hijos y nietos. Aspira a crear una saga de la que él sea el fundador y gran patriarca. Él y su mujer trabajan muy duro y poco a poco mejoran el rendimiento de las tierras. Tienen varias hijas, hasta que ella muere por el tremendo esfuerzo y por los varios partos que le cuesta llegar a tener el hijo varón que a él le obsesiona. Todo es esfuerzo, extenuante, callado, embrutecedor. Las disputas con un vecino conflictivo y desleal son constantes. Todo esos avatares pequeños, cotidianos, esforzados, están rodados austeramente, con una belleza formal impecable y, en muchos momentos, emocionante. La cámara, colocada siempre en el sitio justo (distancia y perspectiva), contribuye a engrandecer la historia, pero quizá la asfixia por falta de espontaneidad. Pero, a mi juicio, hay un problema mucho mayor que desbarata casi completamente el propósito y sentido de la historia: su frialdad, su superficialidad, ya que la cámara no penetra en los personajes realmente, solo los muestra. A pesar de una puesta en escena de una gravedad que busca transcender las inmediatas circunstancias en las que viven, no me parece que lo consiga del todo. O sí, porque la vida en ese contexto era exactamente así. Lo cierto es que no llegamos a saber mucho de esos personajes acosados por el trabajo y las dificultades extremas en las que viven. Andrés se refugia en el esfuerzo obsesivo y en la lectura diaria de la Biblia, que no parece hacerle ningún bien, ni a él ni a los suyos. Pretende estar a la altura de las palabras supuestamente divinas, pero él es tan solo un humano más. La relación de Andrés con su primera y segunda mujer, así como con sus hijos, es prácticamente inexistente. Solo viven amontonados, sin perfiles psicológicos y mucho menos afectivos. Tanel Toom no baja la cámara a la altura de los ojos interiores de sus criaturas. El patrón de la colina en que se convierte Andrés, según las costumbres de aquellas tierras, mantiene una fría disciplina sobre su prole, alimentada por una férrea y obsesiva voluntad que le hace perderse y extrañar la vida que le rodea. Solo es un hombre perdido y desorientado al que, el sueño solipsista y obsesivo que siempre le ha sostenido en pie, se le escurre entre las manos. De cualquier modo, por su bello formalismo y sus grandes interpretaciones, ha merecido la pena ver esta más que estimable película. Sin duda.
31 AGOSTO 2020
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