LOS MICROVIAJES: Entre Linares y Granada
(día uno, viernes, cuatro de febrero de 2022)
“La lección más importante para envejecer bien es que uno debe vivir plenamente la vida que antecede a la vejez…”. Michel Onfray (a propósito de Catón el Viejo).
Sí, yo estoy instalado en ese propósito ciego y hasta puede que, si lo pienso bien, lúcido (quiero decir, instintivo).
No, nunca lo he formulado con esas precisas palabras que utiliza Onfray, pero no me cabe ninguna duda que hay mucho de verdad en ese loable propósito, por sensato y rentable.
El problema, en caso de que se quiera retorcer el argumento, es dónde y cuándo empieza la maldita vejez, sencillamente para desplegar oportunamente las estrategias pertinentes. Creo que lo mejor, para mayor seguridad, sería vivir siempre con el ímpetu de la pasión y los deseos a flor de piel, como si no hubiera un mañana (nunca mejor dicho). La otra cara de este enojoso asuntillo radica en saber hasta cuando uno debe seguir actuando animosamente, sin rendirse a la evidencia, que llegará, sin duda, y entregarse a la decrepitud sin complejos ni reservas. No tengo ni idea.
La reflexión anterior, aunque aparentemente a destiempo, no lo es tanto, porque el hecho de traer a colación la vejez, en mi caso, es porque no sé sí viajar, hecho voluntarioso y propositivo, tiene que ver con una impulsiva estrategia de prevejez, o se trata de un tratamiento paliativo del hecho de ser viejo ya. Por ahora no me contestaré.
Vuelvo al tema que me traigo entre manos en estos días: El Microviaje.
Después de ver la clase de Antonio Machado, seguimos deambulando. Nos paramos frente a la magnífica iglesia de la Santa Cruz (siglo XIII), de un austero y bellísimo románico, entre las exuberancias renacentistas, que no lo son tanto, dado su sobriedad y elegancia de líneas…
La Fotografía: Entramos en el templo, compacto, pequeño y austero, pero intenso en cuanto sus motivos, todos ellos desgarradores, como suele ser en la decoración católica. Paredes desnudas y antiguas, sobre las que se exhibían trágicas crucifixiones y vírgenes llorosas. Un fresco de un San Sebastián asaeteado, aunque sonriente y de apariencia feliz miraba de soslayo despreocupadamente. Fue el único detalle inocente y literario entre tanta aciaga transcendencia. En la foto, un Cristo crucificado, en el altar mayor, nos recordaba la seriedad del sitio donde nos encontrábamos, a pesar de los detalles kitsch de la decoración.