ADENTRÁNDOME EN LAS TINIEBLAS 41
“Suicidarse es fácil”. Anaïs Nin
Lunes, trece de enero de dos mil veinticinco
La peor hora de las veinticuatro: de seis a siete de la madrugada. La oscuridad es densa y aterradora. Hace mucho frío por fuera y por dentro. En esa hora, los para qué no tienen respuesta. Ninguno. Entiendo a los suicidas. Hermanos de sangre y alma porque somos conscientes del poder que tenemos para decidir cuándo acabamos con la farsa. Nos trajeron por las malas, pero siempre podemos irnos por las buenas. Lúcidos y libres.
Ayer, cuando caminaba por el gran paseo cercano a mi casa, volviendo de ninguna parte, vi a un hombre, probablemente ya en la cuarentena mediada, pero que yo asocio a un niño porque fue cuando se hizo presente en la escalera del bloque en el que vivía entonces. Él sigue viviendo en el mismo lugar, con sus padres, si es que no han muerto ya. Es un hombre feo y con algún tipo de tara, pero tremendamente sociable y simpático. Cuando me vio me saludó con una gran sonrisa, acordándose de otro tiempo en el que compartimos escalera. Supongo, además, que me reconoció como a un igual. Le devolví el saludo, pero con la cabeza baja porque yo no tenía ganas de saludar a nadie, ni siquiera a él, hombre de mí misma condición.
Hace más de cuarenta y cinco años, con mi mujer de entonces, Carmen, y nuestro pequeño hijo, Gabriel, de no más de tres años, volvimos a nuestro piso después de trabajar por la mañana. Nos sentamos a comer, casi con toda seguridad que era cocido. Me acuerdo por lo que sucedió poco después.
Mientras comíamos, Gabriel trasteaba por la casa. Oímos un ruido sordo, extraño, inquietante, amortiguado porque era el que produce la carne cuando choca con el suelo, eso lo supimos nada más oírlo. Nos levantamos de un salto y buscamos a nuestro hijo, espantados por lo que habíamos oído. Él jugaba en su habitación.
Fuimos a la cocina y abrimos la puerta que daba al patio interior, y allí estaba, en el suelo, boca abajo, estrellada y con un charco de sangre que orlaba tétricamente su cabeza.
Era una mujer mayor. Enseguida voces y gritos por toda la escalera y los chillidos desgarrados de una mujer joven, su hija.
Nada se podía hacer. No recuerdo por qué subí la escalera hasta el cuarto piso, y allí una ventana abierta, la que dio acceso a esa mujer a su paz y a las respuestas a sus preguntas. En el alfeizar cuidadosamente colocadas sus zapatillas. Se dice que los suicidas se descalzan antes de arrojarse al vacío. Es verdad.
Cuando se llevaron el cuerpo, el vecino del patio donde había caído la suicida, fregó cuidadosamente el charco de sangre de la mujer que había dejado de quererse.
Presencié anonadado lo sucedido sin tener conciencia clara del alcance trágico de lo que había presenciado. No recuerdo haber hablado con nadie de la tragedia. Nada hay que decir en esos momentos.
Esa mujer eligió las tres y media de la tarde para quitarse la vida. Es un insondable misterio la hora elegida por el suicida. Creo que la mejor es de seis a siete de la mañana en invierno, en verano probablemente antes, cuando el sol todavía no haya aparecido para iluminar nada de lo que ya no se desea ver. De la sombra a la sombra.
La suicida era la abuela del hombre que me encontré el otro día, y que me saludó con una luminosa sonrisa, como si nada pasara. Sí él supiera… aunque a lo mejor lo sabe.
La Fotografía: No hay foto que pueda traer hoy a esta desfondada incertidumbre. Puede ser cualquiera y ninguna. Así que mejor la de un potencial suicida que mira al vacío de un negro profundo y que no solo se ha quitado los zapatos, sino toda la ropa que cubre su vergüenza porque donde va ya no la necesitará. ¿Se entregará el aprendiz de suicida a su destino cierto? Seguramente no, porque a pesar de lo que dice Nin y los millones de suicidas que en el mundo han sido, suicidarse es terriblemente difícil. Imposible para cobardes. Nunca se aprende a ser suicida. Sí lo consigues no te servirá de nada porque ya nada importará. Nadie se suicida con éxito dos veces.