Diario de mi Felicidad 1.1
“La felicidad no es como dicen, que solo dura un instante y no se sabe que se tuvo sino cuando se acabó. La verdad es que dura mientras dure el amor. Porque con amor, hasta morirse es bueno”. Gabriel García Márquez
Martes, veinte de mayo de dos mil veinticinco
Me parece mentira que haya tardado más de veinte años en darme cuenta de que lo más importante de lo que debo escribir es de la felicidad, solo de la mía, porque de la de los demás nada sé ni puedo saber. A propósito de esa incontrovertible verdad, diré que, aunque parezca inaudito y canalla, una vez conocí a una mujer que su felicidad consistía en hacerme infeliz a mí.
Si no he abierto antes este obvio y necesario capítulo, es porque mi espíritu cartujo, estricto, severo, aburrido, moralista, rígido, de poca sustancia… y muchas cosas más, han condicionado y censurado estúpidamente el propio concepto, tan engañoso y moralista, y sobre todo por la palabra en sí.
A estas alturas, ya en momento de conclusiones y despedidas, si me pregunto si he sido feliz en mi vida, me miraría perplejo y azorado y me contestaría -no lo sé con certeza, ni una cosa ni otra- ¡increíble!
Sí tuve siempre bastante claro que para serlo debería perseguir el placer y no tanto el éxito (también da placer, pero es más arduo).
Por ejemplo: si tuviera que concretar momentos estelares de felicidad en mi vida, picos de sublime satisfacción, una plenitud en la que no necesitaba nada, solo dejarme llevar y sentirme colmado porque lo tenía todo, una inmensa satisfacción y comunión íntima con el hecho de estar vivo, inigualable e infinitamente mejor que cualquier otro momento, sería cuando me recuerdo follando o haciendo el amor, que es lo mismo, pero con los ojos cerrados, lo que no mejora en nada el culmen final con el grito exultante e intensísimamente agónico del orgasmo.
Sí, aquí no voy a perderme por las ramas de los remilgados eufemismos: eso era la Felicidad Absoluta. Luego estaba la vida, que era otra cosa, la dimensión prosaica y racional y esforzada e ingrata la mayoría de las veces.
Debo matizar y reconducir el desbordamiento entusiasta que me provoca el recuerdo de lo perdido, porque, como siempre, me estoy desorganizando: hablaba del destilado sensitivo absoluto al que pueden llegar los humanos, a la esencia misma del vivir, a la comunión absoluta con Dios (el propio cuerpo).
Siempre he aspirado a esas gloriosas epifanías, pero sin caer en el mal gusto porque me he otorgado a mí mismo una exquisita educación, que no es otra cosa que conjugar el disimulo y las buenas maneras; pero no puedo olvidarme de lo que dije al principio, que he sido y soy un hombre de vocación moral por encima de hedonista; es decir, me he resignado a mis constricciones con entereza y dignidad (otro modo de ser ridículo), que no ha sido otra cosa que miedo a los demás.
Ahora ya, que he sido brutalmente retirado de los placeres de verdad, sin yo quererlo todavía, solo podré encontrarme con la felicidad en insustanciales escenarios de meriendas tranquilas de té con pastas y austeros contactos inmateriales desapasionados porque serán sin carne, ni sudor, ni fluidos embriagantes ¡un puto aburrimiento! Así será mi vida, languideciente, pero sin té ni pastas, encima. De eso iré hablando en este capítulo, que, seguro que provoca la huida de los no muchos seguidores del diario, y hasta la mía…
La Fotografía: De la película Megalópolis, Francis Ford Coppola (2024), que vi por la noche. Los críticos, en general no la han entendido y tampoco les ha gustado por confusa, barroca, delirante, megalómana y algunas otras adjetivaciones ultrajantes. A mi todo ese despliegue versado de los especialistas me da un poco igual, solo sé que en ella he visto puestas en escena de gran belleza e imaginación. Sí, ya sé, ahora te pueden colar imágenes IA como si fueran analógicas (la vida lo es, por ahora), pero ¿y qué más da? Nada, todo da igual. El caso es que cuando vi esta imagen en la película me dije ¡qué bonito pastel de amor y felicidad! Me sirve para mis cuentos, por eso está aquí hoy.