A la caída de la tarde, cuando todo el mundo nos acercábamos al Zócalo (excepto un niño que ya volvía), una chica se acercó a mí y me pidió fotografiar mi vieja cámara grande porque, al parecer, siempre había querido tener una Mamiya.

VIAJE A MÉXICO, Julio 2019
Oaxaca:
miércoles diecisiete, por la tarde
Teníamos al menos dos objetivos principales además de pasear por el centro histórico: volver al Museo de las Culturas y hacer un recorrido en el autobús turístico por la ciudad.
Primero, el Museo, un espléndido edificio que fue convento.
Fotografié con la cámara pequeña: expuse a 3.200 Asas, dada la frustrante falta de luz natural.
Fue un inmenso placer recorrer nuevamente el gran edificio y los claustros superiores. Además, el contenido de las distintas salas sobre la historia de México era valioso. Muy didáctico e interesante.
El recorrido en autobús turístico no tuvo ninguna significación en especial, salvo porque la guía era una mujer joven con habilidades discursivas indudables.
A la caída de la tarde, cuando todo el mundo nos acercábamos al Zócalo (excepto un niño que ya volvía), una chica se acercó a mí y me pidió fotografiar mi vieja cámara grande porque, al parecer, siempre había querido tener una Mamiya.
Le dije que sí, naturalmente, y que ahora era muy fácil conseguirla porque había una gran oferta de segunda mano. No me hizo mucho caso porque ya debía tener el deseo caducado, supongo…


VIAJE A MÉXICO, Julio 2019
Oaxaca:
martes dieciséis, por la tarde.
La luz, que había sido magnifica toda la tarde, decayó. Las pesadas nubes que se habían cernido sobre la ciudad se hicieron cargo de la situación. Poco después de las seis, como todas las tardes desde que llevábamos en México, comenzó a llover con fuerza.
En cuanto a lo que vimos, percibimos o presentimos hasta ese momento en Oaxaca, era absolutamente maravilloso, inspirador.
De arquitectura predominantemente colonial, con una continua sucesión de edificios singulares que iban desde el siglo XVI al XIX, al menos en su centro histórico, y con fachadas de vivos colores que no se repetían de un edificio a otro.
Portalones anchos mostraban al fondo espaciosos patios de arcadas en penumbra, íntimos y acogedores.
Paseamos arriba y abajo, hasta el Zócalo y vuelta hasta la plaza Santo Domingo.
Una multitud de personas discurría en un sentido y en otro.
En las aceras, los pequeños puestos de venta, generalmente artesanía y mercancía doméstica, se sucedían profusamente. Pero, desde ninguno de ellos nadie se empeñó en vendernos nada a pesar de nuestra evidente condición de turistas.
Todo se vendía en las sencillas y muy concurridas calles de Oaxaca: hasta unos niños de no más de ocho años colocaban sus infantiles dibujos escolares en el suelo, sobre un plástico sujeto con piedras.
La belleza de la ciudad era sencillamente memorable, emocionante. Pensé que podríamos vivir bastante tiempo en ella explorándola gozosamente. Pero eso, ni estaba planeado ni a nuestro alcance.
Llegó la hora de cenar. Lo hicimos en una terraza en la que la comida no estuvo especialmente bien, además de que el ambiente era desapacible: una fina lluvia molestaba intermitentemente.
A las diez volvimos al hotel. Antes de dormir nos tomamos un mezcal, como si viviéramos Bajo el volcán…


