Mi infancia, otra vez, donde siempre vuelvo…
DIGRESIÓN DIEZ. La década que nos dejó sin aliento. Juan Eslava Galán. (2011). Ebook. Editorial Planeta. Con esta obra, Eslava se ocupa de los setenta. En su página web tiene un formulario de contacto que me decidí a utilizar para preguntarle qué había pasado con la década de los sesenta. Amablemente me contestó lo siguiente: “Debes saber que me he saltado los años sesenta porque los consideré más fáciles y, por tanto, los dejé para más adelante (…). En el futuro, mediando salud, me ocuparé de los sesenta y también de los ochenta en adelante…”. Le agradecí la deferente información a la que no estoy acostumbrado porque, aunque casi nunca escribo a desconocidos, cuando lo hago nadie me contesta. Esta última obra de la postguerra (aunque formalmente ya no estemos en esa época algunos desalmados e interesados manipuladores están empeñados en mantener palpitantes las heridas y mantenernos cautivos en ese lodazal), mantiene las constantes de las anteriores: sentido del humor, espíritu divulgativo, sin por ello perder creatividad, y estructura literaria o ficcional a través de los personajes que vienen haciéndose presentes desde los años cuarenta. Eslava desarrolla con su brillante estilo los acontecimientos para mí más relevantes que marcan el rumbo de España en estos últimos ochenta años: la muerte de Carrero Blanco, la enfermedad y desaparición de Franco, la restauración monárquica, el periodo constituyente y la consiguiente transición democrática, el fallido golpe de estado, y la victoria del partido socialista en las elecciones del 82, todo un símbolo de una supuesta madurez democrática. Probablemente, el decenio del 72 al 82 haya sido el más significativo para España en este último siglo, donde, al menos por un momento, tuvimos la impresión de que por fin habíamos accedido a la modernidad. Quizá uno de los aspectos más significativos es que los militares abandonaron las garitas desde donde nos vigilaron a lo largo de casi todo el siglo XX, y los curas dieron un paso atrás empujados por la pujanza de una generación con unas irresistibles ansias de cambio. No sé lo que escribirá Eslava (seguro que lo hará y lo leeré) sobre las siguientes cuatro décadas pero mucho me temo que será una triste recapitulación de un imparable y progresivo deterioro democrático e institucional. Quizá todo fue un espejismo y finalmente no habrá ni soluciones ni esperanza para los españoles.
Algunas veces, en mi vuelta diaria para vigilar las tierras llegaba a la «raya» de otras tierras que tenían otro guarda como yo. Nos juntábamos y nos sentábamos en una piedra, sacábamos nuestras petacas y liábamos lentamente el cigarro que luego fumábamos tranquilos, dejando pasar el tiempo. Nos despedíamos hasta cualquier otro día en el que nuestras «vueltas» coincidieran. Si le divisaba a lo lejos, tocaba la bocina para avisarle dónde estaba.
ONCE DE ABRIL (la memoria, necesariamente selectiva, nos salva de perecer bajo su alta toxicidad). Era lunes y no tenía ganas de grandes aventuras. Elegí el monte que se extiende frente a la ciudad para caminar nuestras desventuras. Cuando vamos a este lugar subimos y bajamos empinados cerros. Charlie Brown lo pasa muy bien. Yo cuido de que no se pierda y de no caerme entre escabrosas subidas y bajadas. Esta mañana llevaba la vieja cámara pequeña. De vez en cuando me paraba a mitad de la ascensión y fotografiaba distraídamente lo que se divisaba alrededor, a modo de ráfagas en círculos, como si contratacara a la realidad que me asediaba. Fotografíe la ciudad, allí, a lo lejos y desde fuera, que es como mejor se ve. Dentro no hay modo, no se divisa nada de nada. O es cosa mía: efectos de la propia ceguera. No sé. El caso es que mis movimientos circulares y atolondrados de cámara me llevaron a encuadrar la fotografía de hoy. Qué contiene el azaroso encuadre: un lugar donde pasé muchos días enteros (día y noche) en el lejano año setenta y cinco del pasado siglo, vestido de soldado, con un fusil «cargado» y haciendo de centinela (así lo llamaban ellos, los militares) lo que era absolutamente absurdo porque yo no era centinela, no sabía manejar el arma que me habían dejado, ni sabía cuál era el sentido de mis vigilias. Tantas horas perdidas allí. Después de todo, a la larga, aquel tiempo inútil no ha resultado un problema importante, dado que casi todo mi tiempo ha carecido de sentido e importancia. Ahora apenas sé cómo pasaba mi tiempo en aquellas interminables guardias en este desolado lugar (al parecer el sentido era que debajo de nuestro culo había municiones, vigilábamos un polvorín que solo podía estar bajo tierra, porque en la superficie no había nada, como ahora), solo recuerdo que en las madrugadas, cuando me tocaba garita, escuchaba un pequeño transistor. Ahora se me ocurre mencionar lo que siempre tengo presente: lo próximos que han estado todos mis escenarios existenciales, todo lo que ha resultado importante en mi vida ha transcurrido en un radio de no más de quince kilómetros. Esa debe ser una de las causas de mi poquedad, aunque quizá no, porque al que llaman hijo de Dios, nada menos y sin ir más lejos, le pasó algo parecido, no se alejó mucho de donde se cree que nació (lo expreso así porque siendo hijo de Dios pudo nacer donde le diera la gana, como los de Bilbao). El día de hoy, desde luego prescindible, o no, está resultando absurdo, pero al mismo tiempo diáfano y esclarecedor de cómo han salido las cosas. Sí, la memoria y la desmemoria dejándolo todo en su sitio. «Hoy mi memoria es un millón de nombres, de personas y de cosas, casi sin personas y sin cosas». Antonio Porchia
ONCE DE ABRIL (el buscador de espárragos). Se me daba bien buscar espárragos en el campo; sencillamente porque los encontraba. Lo hacía de niño y algunas veces más después, pero menos. Me gustaba. Ahora también podría hacerlo, tiempo tengo, o no. Este individuo, al que fotografié poco después de que fotografiara las viejas garitas, llevaba un manojo de espárragos en la mano y miraba al suelo, buscando más. El encuentro me hizo preguntarme si me apetecería hacerlo también y así rememorar otros tiempos, -me contesté que no-. Por qué, volví a preguntarme, -me contesté, impaciente, que me llevaría un tiempo que no tenía-. Reflexioné: -quizá porque el tiempo que emplearía sería previsible: mirar al suelo, localizar esparragueras y después si habían criado, cortarlos y llevarlos en la mano y así una y otra vez, por lo menos dos horas o más-. Tengo que reconocer que descubrir un espárrago proporciona la alegría del provechoso hallazgo. Un espárrago sería como una fotografía encontrada, pero con la diferencia de que la fotografía no te la comes. Quizá, en tiempo primaveral, debería cambiar la cámara por un pequeño zurrón donde ir guardando los espárragos y luego comérmelos, como este individuo. Yo llevaba cámara y él espárragos, luego él comió mejor, seguro. Cuál es el origen de mi falta de sentido práctico y menor gusto por la gastronomía, pues que confundo la importancia de las cosas y me entretengo en anotar citas, entre ellas algunas de Arthur Schopenhauer, que no me sientan bien porque me desorientan en el mejor aprovechamiento de mi supuesto talento (encontrar espárragos) y de mi tiempo: «La gente corriente sólo piensa en pasar el tiempo; el que tiene algún talento, en aprovecharlo».