"Las mujeres han sido hechas para ser amadas, no para ser comprendidas". Oscar Wilde
Un día de finales de Mayo, viernes, creo recordar, decidí hacer uno de mis microviajes. Me dirigí en dirección éste y en ese lado, a corta distancia y con un cierto interés, sólo tengo Aranjuez. Bien es verdad que nunca sabes dónde puedes encontrarte un secreto. A mitad del camino decidí desviarme para visitar un pequeño pueblo donde vivían unos amigos de los que no sé nada desde hace diecisiete años. A medida que me acercaba sentí una creciente inquietud. Puede producirse alejamiento con las personas que has apreciado y sentido como amigos, pero siempre permanecen en tu memoria afectiva. Probablemente lo que más deseaba, sin querer reconocerlo, era llamar a su puerta y darles un abrazo; pero sabía que no lo haría. Pensaba -han pasado tantos años que pueden haber muerto, o haber sufrido desgracias insuperables y yo he permanecido ajeno-. Aunque el distanciamiento fue por ambas partes, no podía evitar sentirme un miserable por no haberme preocupado por su vida. Ellos siempre fueron muy generosos conmigo y los míos. Turbado e inquieto entré en el pueblo que apenas reconocí e intenté llegar a la calle donde vivían. Al doblar una esquina, frené bruscamente; a unos cien metros, delante de mí, cruzaba una mujer que me pareció mi amiga de entonces (ahora, quizá, ni siquiera me reconocería); iba con varios perros sujetos por correas. Me azoré tanto que cuando quise controlar hacia donde se dirigía la había perdido de vista. Me dije: -si es Tete y está en la calle, puedo tropezarme con ella nuevamente y no tengo ni idea de lo que hacer: ¿cómo explicar mi presencia allí, sin haber ido a su casa? ¿o cómo no saludarla, disimular y huir cobardemente?-. Seguí adelante preocupado. No encontraba su calle, quizá la evitaba porque me daba miedo llegar a su puerta y que allí estuvieran plantados, ellos, mis amigos, y me pidieran cuentas por mi silencio de casi veinte años. Podía irme sin volver la vista atrás, pero no, algo de valor me quedaba, así que seguí buscando y finalmente creo que llegué a la fachada del caserón antiguo donde vivían, aunque no estaba absolutamente seguro. La puerta grande, de madera barnizada, estaba cerrada, así que no paré, seguí adelante por miedo a que se abriera súbitamente o que en ese momento volviera mi amiga con sus perros. Me marché hacia Aranjuez. –Quizá vuelva-, me dije; sí, tengo que hacerlo y conseguir llamar a su puerta…
Que la nueva década te siente muy bien.