Fotos sabidas, tal vez, pero ineludibles; de las que no se pueden dejar de hacer...
Dieciséis de septiembre. Diez y veinte (a.m.): sigue lloviendo. Esta es la fotografía que el azar ha señalado para hoy. Es una de las que más me gustan de las treinta más una, del mes. Es más, me gusta tanto que la positivaré. Es tan buena como la del día once. Ella habla por sí sola de su indudable perfección. Pertenece a ese rango de imágenes que, cuando las miro, hay algo en ellas que me hechiza y no puedo apartar la mirada. Contienen un equilibrio secreto inexplicable; sé que está ahí, oculto, celosamente guardado. Está dirigido sólo a quien mira y mira obsesivamente. Necesariamente. Sólo así uno se puede aproximar al código secreto de su misterio y su belleza. Caminaba nervioso e hiperactivo por el corredor, en el Giardino, cuando, de pronto, miré a mi izquierda y la vi. Paré en seco, coloqué el trípode, donde ya estaba montada la cámara, no dudé en los límites del encuadre y pulse el disparador. En todo momento supe lo importante que era esta fotografía.
ZURRAQUÍN V (o las fotografías que se revelaron tan oscuras e inciertas como los recuerdos). Continuamos con el recorrido. Recordaba que muy cerca había un pozo, el más próximo a la casa, al que íbamos a coger agua para nuestro consumo. El sitio ya no se parecía nada al que fue; habían crecido muchos árboles y la espesura de las zarzas hacía que el lugar fuera impenetrable y el pozo invisible. En aquellos años, sólo había dos o tres árboles raquíticos y un pequeño cerro al lado que, para mí, representaba el fin del mundo y, una vez llegado a la cima, su infinitud. Ese insignificante cerrillo fue mi primera experiencia metafísica, o más bien enigmática e incomprensible. Fotografié la tupida vegetación que había succionado el pozo y perdí una tapa de objetivo, lo que me obligó a volver a buscarla y, sorprendentemente, encontrarla…
Ha transcurrido un mes desde mi último descenso a la oscuridad y estoy estupendamente. Cómo logré subir por las paredes resbaladizas y salir del agujero? Sufriendo pero fácilmente (más o menos), sólo tuve que entregarme y esperar en el fondo del pozo del embrutecimiento. Las sensaciones empezaron a resultar tremendamente apestosas, no comí en dos días y medio, no tenía ganas de moverme, no podía leer (eso es malísimo), tampoco escuchaba música; todo era oscuridad y desesperación, sorda, estúpida. Pero claro, seguía respirando, el corazón me funcionaba regularmente, ajeno a todo ese barullo anímico y existencial, el reloj no se paraba aunque yo lo intentara, y el sol, asombrosamente, seguía saliendo sin pedirme permiso. En fin, era absurdo, todo seguía en su sitio menos yo. Empecé a aburrirme de la maldita crisis, era como: bien, soy capaz de sufrir existencialmente, y ahora qué hago; así que la mandé a la mierda y volví a mi rollo, que sin ser estruendoso e insoportablemente excitante, al menos me entretiene mucho más. Ahora me desperezo al sol primaveral y además como a mis horas. Mejor así, no?