Golpeaban, golpeaban, golpeaban…y todos éramos felices…
Suscribo la declaración de Steven Berkoff, creador y actor teatral. 67 años, en una entrevista con motivo del montaje de Ricardo II, basada en un texto de Shakespeare, en el Festival de Teatro Clásico de Almagro.
¿Qué le motiva a seguir creando?
«La pasión por la vida y las ganas de expresar dicha pasión. Una de las fuerzas primarias del ser humano es contar algo que has visto. Yo quiero expresar las maravillas del mundo, lo que siento y descubro en la vida»
Lo primero que me llamó la atención fue el excelente retrato de Berkoff (sin autor, como lamentablemente suele suceder) que ilustraba la entrevista: un rostro pleno de fuerza y expresividad, como si su pasión le protegiera del paso del tiempo. Estos casos refuerzan, más y más, mi convicción de que la única solución para los humanos es la expresión decidida y si puede ser, apasionada, de lo que lleven dentro; y si no se palpan nada, que se lo inventen.
…A las nueve y media de la mañana, por la calle principal que asciende con dureza hasta la plaza de la catedral, empezaron a concentrarse hombres con túnicas azules, o negras, o rojas, o blancas, y cordones amarillos con borlas que les ceñían la cintura. Tocaban y tocaban el tambor y de pronto, inesperadamente, paraban. Se reunían en espontáneos grupos que se disolvían y volvían a formarse otros. No parecían ni tristes ni alegres; sólo charlaban entre ellos y tocaban y tocaban, intermitentemente. Les fotografié sin que ninguno de ellos se fijara en mí…
…Cinco años después volví a Cuenca, cuando también sonaban los tambores de madrugada. Era dos mil diez y no observé ningún cambio. A la humanidad, desde siempre, le ha gustado tocar y tocar y tocar el tambor. El rítmico golpeteo emite vibrantes sonidos que percuten en alguna épica y ancestral fibra del alma. Es pura herencia genética y energética de tiempos inmemoriales. Supongo. A Luis Buñuel, en su pueblo, Calanda, también le gustaba tocar el tambor y debía ser por su tremendismo surrealista y transgresor. Siempre fue un proteico salvaje racial. Viendo el feroz entusiasmo de los conquenses por sus tambores, supongo que algo así debe moverlos a ellos. Sí, quizá yo podría sentir lo mismo, pero soy demasiado remilgado y pusilánime para tocar el tambor y tampoco nadie me prestó el suyo un ratito. Así que prefiero pensar que a mí tocar el tambor me trae sin cuidado. Y ya es tarde para empezar a cultivar un cierto instinto tribal, gregario y eufórico. Las manifestaciones masivas de tradiciones y culturas no me atraen especialmente, y de antropología, psicología evolutiva y todas esas cosas sé poco. Tampoco sé gran cosa de comportamientos e instintos grupales. Solo acierto a intuir que los individuos en masa se retroalimentan entre sí y pueden llegar a un nivel de enardecimiento inquietante, toquen el tambor o no…
…La inaudita representación seguía su curso: un gran estruendo se aproximaba hasta donde nos encontrábamos. La procesión ascendía lentamente. El cristo se divisaba al final de la cuesta y en torno a él una espesa e informe masa de hombres exaltados. De vez en cuando callaban todos, los hombres se quedaban paralizados, el silencio absoluto cortaba la respiración; duraba unos instantes y, súbitamente, al unísono, todos golpeaban con saña sus tambores. El ruido ensordecedor emergía desde el completo silencio, sobrecogiendo el ánimo…
De todas las edades, de aspecto moderno, antiguo, blando, duro, alegre, serio, todos se afanan en tocar el tambor; tocan y tocan y no sé lo que piensan mientras aporrean. Parecen contentos y feroces con su tambor y su fuerza. No los entiendo, tal vez porque parecen estar muy sanos. Sospecho que debe ser porque de niño pasé demasiado tiempo solo esperando a gentes como estas y nunca llegaron a tiempo (menos mal). Después ya nada tenía arreglo. No hay soluciones más allá de los 4 ó 5 años de edad.
…Nunca me han gustado las masas, me acerco a ellas a veces e intento comprender qué poderosa fuerza invisible las recorre. Por eso fotografío, por si, ayudado de mis viejas cámaras, soy capaz de desentrañar el misterio. En Cuenca las gentes seguían haciendo lo mismo: escalaban las empinadas cuestas cargados penosamente con sus feas y dolientes imágenes de madera o de lo que sean, que a ellos, al parecer, les transporta a un estado de espiritualidad plena. También seguían tocando el tambor. Los del tambor se hacen llamar Turbas, y sus costumbres se remontan a tiempos remotos. Abarcan a todo tipo de personas y edades, aunque predominan abrumadoramente los hombres. No sé, pero tengo la impresión de que el asunto de las divinidades sufrientes en andas solo es un pretexto para tocar y tocar y tocar el tambor. Y eso está bien porque, a fin de cuentas, lo que importa son las sensaciones físicas y la fraternal mezcla de sudores y euforia. Eso es placentero (la erótica del tambor, probablemente). En la lógica de los estímulos y comportamientos humanos, parece más importante el tipo de al lado que, a cara descubierta, se afana furiosamente en el ruido y que hace lo mismo que uno; y no tanto la silenciosa imaginería sufriente, que encima hay que llevar a cuestas…