"No es espiritual nada que pueda ser alcanzado por la razón o la inteligencia". Antonin Artaud

DESCONEXIONES (de una Supuesta Realidad). Pero sospecho que todas estas catástrofes, o son un castigo divino que sufro como redivivo Prometeo, o simplemente son enajenaciones interesadas por mi parte para no acabar nunca y así poder seguir y seguir desconectado. Mientras que estoy enajenado con una tarea que tenía que haber acabado hace meses, no tengo que enfrentarme a la maldita y Supuesta Realidad. Sí, deben ser errores tortuosamente perpetrados por un componente de mi cabeza fuera de control, o todo lo contrario…

DESCONEXIONES (de una Supuesta Realidad). Por eso me he fabricado la ficción de la creación de una nueva web, para que la cuenta atrás (del tiempo restante) me duela algo menos. Mientras, las carnes, mis carnes, mis ojos, mis ganas, y todo lo demás, se apagan cada día un poquito. Y los deseos, por Dios, también los deseos, esos que pensaba que no se acabarían nunca. En realidad, la nueva página web es una excusa tonta para que el cáncer tarde un poquito más en llegar, que llegará, siempre llega puntual a la cita, pero sé que esperará a que termine este obsesivo asunto de no acabar nunca…

DESCONEXIONES (de una Supuesta Realidad). Me temo que estoy llegando a situaciones inexplicablemente absurdas, y que suceden a mi pesar. Inexorable y fatalmente. Cuando parece que todo está bajo control, hago algo que todo lo estropea y tengo que volver a empezar. No sé si es el consciente o el subconsciente o una fuerza incontrolada, pero sucede. Veamos, llevo un mes trabajando en lo que he nombrado como Mapa de Series y, el otro día, lo eliminé impunemente (por supuesto sin grabar una copia de seguridad). Situé el cursor sobre el icono y pulsé suprimir, el sistema me dijo: archivo demasiado grande para la papelera, quiere eliminarlo definitivamente? y, cortésmente, dije Sí. Resultado: fue completamente destruido, el trabajo de un mes. Mientras la devastación sucedía, yo estaba absorto desconectándome de la Supuesta Realidad. Cuando el ordenador terminó pulcramente su trabajo, volví a la realidad de la pantalla y me di cuenta del puto desastre y lloré un poco con un ahogo de desconsuelo por la ineptitud sobrevenida que conjugo diariamente…

ANTES DE SALIR, en uno de los paseos que me conduce fuera del parque, veo a dos hombres maduros sentados en un banco. Uno de ellos, muy envarado, dirige la mirada, perdida al frente; el otro, parece llorar, con una mano se tapa los ojos, mira hacia abajo y mueve los hombros como a impulsos del desconsuelo. Cuando paso junto a ellos no me atrevo a mirarles directamente y mucho menos a sentarme a su lado. El pudor es un enemigo encarnizado y triunfante sobre cualquier expresión. Una vez rebasados miro hacia atrás y les veo con la misma actitud: uno llora y el otro se esconde detrás de su inexpresividad. Siento que el agujero de la pena se acerca y no fotografío.

Más teléfono: esta vez me ha llamado J.G., hemos hablado durante una hora y doce minutos. Fue un amigo de la adolescencia y primeros momentos de una juventud atribulada (la mía) y sin sustancia. Hemos estado en torno a treinta años sin vernos y ahora, después de un reencuentro inesperado hace un par de años, nos llamamos de vez en cuando, hablamos y hablamos; pero no compartimos casi nada, o sí, porque nos contamos cuestiones aparentemente importantes: la familia, cómo pasamos el tiempo, qué esperamos y que NO, del futuro inmediato. También nos ponemos de acuerdo en lo poco que sabemos de casi todo. Él todavía cree en el mundo y en las gentes y es capaz de movilizarse solidariamente por cuestiones diversas (me temo que su entusiasmo le llevaría hasta el ecologismo, por ejemplo). Le escucho perplejo y pienso que no tiene remedio. Yo menos. Colgamos. Me quedo un momento en suspenso y siento una  aterradora extrañeza: somos personas apeadas del mundo que compartimos recuerdos remotos que ya no nos sirven de nada. Tardaremos en volver a llamarnos; no tenemos, ahora, nada real que intercambiar.   

…Ayer podía parecer que la elección de la cita de Kandinsky, plena de  ingenua y valiente sinceridad, suponía una actitud irónica hacia el arte Abstracto y no, ni mucho menos, lo que únicamente me sucede es que me parece que a la fotografía le pilla un poco a trasmano, aunque no sea imposible jugar y conjugar  esa posibilidad. Por si fuera poco, los abstractos suelen ser muy artistas, dado que se adentran por los casi insondables territorios de la especulación intelectual y al mismo tiempo se abandonan a pulsiones salvajemente viscerales. De esa formidable y aterradora  contradicción nace la abstracción, especialmente en pintura. Para mí, cuanto más visceral y menos intelectual, mejor. No me habría disgustado ser un fotógrafo abstracto, aunque me habría sentido insatisfecho, porque a mis imágenes les faltaría la vida que transmite la mano temblorosa del artista poseído por algún tipo de verdad. Precisamente lo que les ocurría a los más insignes expresionistas abstractos del siglo pasado, que se autodestruían consumidos por la pasión. Mi Mamiya, tan tradicional, precisa y calculadora, sería una mala compañera de viaje, porque su aséptica y desapasionada intermediación haría peligrar la revelación de mis convulsiones (cuando, afortunadamente, me asisten). No recuerdo ahora fotografías abstractas emocionantes, y sí algunas terroríficamente aburridas.