La habitación de los sollozos o el resignado fracasar…
MIGUEL VILAS, sigo leyendo a este autor, feliz y recientemente encontrado. Lo hago en pequeñas dosis diarias y no porque me canse, ni mucho menos, sino porque estoy ocupado en resolver inconvenientes domésticos y en cosas del laboratorio. Por cierto, y a propósito de esta última y ya larga actividad, ayer tuve muy malas noticias, a saber: siempre reservo unas decenas de copias, temáticamente elegidas, para virar al cloruro de oro (las que llamo áureas), pues bien, he tenido una primera impresión de que ya no será posible. Al repasar los productos químicos necesarios los he encontrado caducados y, a continuación, confiado, me he puesto en contacto con mi suministrador, como he hecho siempre, y me ha dicho que algunos ya no se comercializan por su efecto contaminante y que, en todo caso, yo tendría que ser una empresa (las empresas sí pueden contaminar y un insignificante aficionado a la fotografía no). No obstante, estoy esperando una respuesta definitiva para intentar encontrarlos por algún sitio, al fin y al cabo son cantidades ínfimas que es imposible que contaminen nada. Ah, me estoy olvidando de que he empezado hablando de Vilas, así que sigo con él: ahora estoy leyendo Lou Red era español, espléndida, imaginativa y genial crónica de una mitomanía, referenciándola con un país como el nuestro. Pues bien, anoche, un minuto antes de dormirme, leí este párrafo que he catalogado como cita esencial: “Solo sus hijos quieren a los ancianos, y poco porque se mean encima y tosen y huelen mal y deprimen y no duermen y dan la vara mientras agonizan”. Eso creo yo, pero con la matización de que ni siquiera los quieren, en el mejor de los casos solo los aguantan.
NOTICIAS DE LA DICHOSA NUEVA WEB XVI: sí, porque ahora sé mucho más que antes de porqué he hecho lo que he hecho a lo largo de tantos años. No, no ha sido por el arte (no soy artista), ni por dinero (nadie me ha pagado ni un céntimo por lo hecho), ni por la fama (he cultivado extremadamente mi anonimato), ni por el reconocimiento (me importa una mierda ser reconocido o no), ni por ofrecer nada a mis congéneres (estoy persuadido de que nada de lo que yo haga interesará nunca a nadie), sino por paliar de algún modo mi vacío, acallar mi grito desesperado y calmar el llanto ante el abismo de una vida incompleta (como todas). Me parece…
LA INFELICIDAD: «Cómo se te ocurre querer ser feliz conmigo,
nadie es feliz conmigo, soy un aburrido. No me gusta convivir, no me gusta salir, no me gusta ir al cine, no me gusta la playa, ni siquiera me gusta cenar fuera, me gusta quedarme en mi rincón y que no hablen conmigo. ¿Qué rayos de felicidad podría darte? ¿Qué te quedaras también en un rincón, aburriéndote? Antonio Lobo Antunes
Tetralogía del hombre caído Cuarto acto. Voz en off.
Cuando haya dejado de existir, no habré existido nunca. Antonio Porchia
Primero miró y comprobó que ya no tenía a su lado la ropa que se había quitado, y entendió que no era un mal sueño, que ya no saldría de ese último rincón. A su izquierda la pared se había tornado negra otra vez y empezaba a avanzar hacía él imperceptiblemente. Supo que terminaría envolviéndole hasta el desaliento final. Despacio, muy despacio fue dejándose caer al suelo, entregado. El dolor de la desesperación se había desvanecido y la consciencia se adentró suavemente en un territorio blando y acogedor. Si le hubieran traído su sombrero y su gabardina para que se fuera los habría rechazado, ya no los necesitaba, ya no quería mantenerse de pie por nada ni por nadie. Sólo quería adormecerse despacio y que la pared negra le acogiera. El mundo de los hombres erectos no le interesaba porque él ya era un hombre caído para siempre. FIN.