Síntomas, huellas, acciones inexplicables…
Cuando me he puesto a escribir y a ordenar fotografías para el diario de Mayo, he pensado que los primeros seis días de mes lo dedicaría a cosas de mi vida; sí, a cuestiones autobiográficas. Pensé: si en algún momento se me ocurre juntar todos los días que vengo dedicando a ese anodino asunto de contar mi vida, tendré mi autobiografía hecha, y sin darme cuenta ¡qué bien! me digo. Claro, lo voy haciendo poco a poco para así no hacerme daño bostezando. El problema, esta vez, es que escribí ayer, pero para hoy ya no tengo nada. Qué simpleza de vida, por dios, ¡qué asco! No tengo nada que contar que no me aburra hasta a mí, que se supone que soy al único que le interesa.
Me encontré con una explanada mohosa, misteriosa y sombría. Tenía marcados sinuosos caminos blancos sobre fondos de tierra oscura y mineralizada. Los senderos, perfectamente dibujados, rodeaban cubetas metálicas redondas y oxidadas. Alrededor de ellas, círculos de conductos metálicos que parecían proteger o marcar el territorio a los recipientes de la nada. La composición de aquella explanada abandonada debía obedecer a algún planteamiento que a mí se me escapaba. Yo sólo miraba y fotografiaba (para eso había ido hasta allí, sin saber lo que me iba a encontrar). El amable e inesperado señor de hacía un rato se marchaba de la zona. Se despidió con un saludo desde lejos. Me quedé sólo; hasta los ruidos lejanos se habían extinguido.
Antes de irme definitivamente, esta otra fotografía. Decidí continuar hacía delante, es decir, alejándome aún más de mi casa. No sé qué buscaba, quizá que el día avanzara hasta acabarse del todo. Cien kilómetros más a allá, mi sentido común (desactivado hasta el momento), protestó enérgicamente: ¿a dónde te crees que vas, idiota? No sé, contesté, quizá es mejor que vuelva ¿no? dije titubeante y asustado: la sensatez me había pillado, una vez más, pensando en otra cosa. Me dijo: estás a más de cuatrocientos kilómetros y no vas a encontrar nada de lo que buscas que, además, no tienes ni idea de lo que es.
Como decía anteayer, a propósito del influjo que ejercen sobre mi algunos pintores, de Giorgio De Chirico me resulta especialmente sugestiva la etapa que alguien decidió definir o llamar metafísica (excelente concepto, por otra parte). Cuando veo una de esas obras, me entran unas ganas irreprimibles de coger la cámara y salir fuera a ver si consigo hacer algo parecido. Es como si tocaran exactamente el centro mismo de mi «instinto» o necesidad de hacer. Hace un tiempo, dejándome llevar por el entusiasmo que me despierta este pintor, aunque no todo lo que hizo, decidí leer sus memorias y sólo pude llegar a la mitad: repetía con demasiada frecuencia lo inmensamente inteligente e impresionante artista que era. No soporto la pretenciosidad, por necia y enojosa. Mejor este De Chirico, el que me impulsa a fotografiar: «En Turín todo es aparición. Uno llega a una plaza y se da de bruces con un hombre de piedra que te mira como sólo son capaces de hacerlo las estatuas». Giorgio de Chirico. Esta fotografía -casi artística, y ojalá metafísica- no es de Turín (no he estado en esa ciudad), sino del lado izquierdo de las Minas de San Quintín, según iba.