"Lesbos, donde las Frinés la una a la otra se atraen…". Baudelaire
DIGRESIÓN SIETE: Carol (2015), Reino Unido. Guión: Phyllis Nagy (Novela: Patricia Highsmith). Dirección: Todd Haynes. Intérpretes: Cate Blanchett, Rooney Mara, Sarah Paulson. Una impecable película que cuenta una complicada historia de amor, en los años cincuenta, en Nueva York. Escrupulosa y sugestivamente ambientada, sin un solo fallo, aparentemente. El vestuario, cuidadísimo, elegante, bellísimo. Las interpretaciones, mejor aún, sobre todo la de la Blanchet, claro (no parece que sin ella la película pudiera ir tan lejos). Premios por doquier, una interminable lista, mundial en este aspecto. De las críticas, qué se puede decir, elogiosas e insuperables todas, sin excepción. A saber: Boyero (al que en casa llamamos el oráculo): «Si la narrativa de Haynes te deja con la boca abierta, las maravillosas interpretaciones de Cate Blanchett y de Rooney Mara están al mismo nivel. Es una película con tanto estilo como verosimilitud, la crees y la sientes»; o Luis Martínez, de El Mundo: «El resultado es una película inmensa en su perfección; deslumbrante hasta el agotamiento«; o Philipp Engel: «Una obra maestra total y absoluta que narra la historia de amor entre Cate Blanchett y Rooney Mara, ambas sublimes (…) y lágrimas de este cronista»; o Javier Ocaña: «Carol es estética, pero también ética. Es gran cine. Es amor y pasión. Es Sirk, redivivo y actualizado»; y así todos. Quizá, el problema, es que a mí, Douglas Sirk, jamás me gustó. Nada en absoluto. Nunca me han hecho gracia los melodramas, salvo excepciones, claro, como en todo. El caso es que aun reconociendo una producción perfecta y un ritmo narrativo ajustadísimo, y una interpretación espectacular (Blanchet), la historia en sí apenas si me ha despertado algún interés. Ah, y por supuesto, el fondo provocativo que pudo tener en la sociedad de los años cincuenta, cuando fue escrita por Patricia Highsmith, ahora resulta de una normalidad tediosa, es más, ahora, lo extraordinario, es la heterosexualidad. El desarrollo de la historia amorosa en sí tiene un desarrollo muy parecido a cualquier «flechazo» adolescente. Moroso y a veces previsible, como cualquier romance en el momento de subida. Por si fuera poco el convencionalismo, las protagonistas exploran la posibilidad amorosa tímidamente, titubean, tiemblan, luego aburren (el primer beso entre ellas tarda en torno a setenta minutos, hasta entonces nos preparan delicadamente, no vaya a ser que nos desequilibremos emocionalmente). En fin, y en resumen, la película me resultó previsible y en demasiados momentos monótona, a pesar de todos los «gurús» y entendidos que se han deshecho en elogios y placer. Qué le vamos a hacer. No soy perfecto.
AYER terminaba (hace tan solo segundo) escribiendo que el mundo se puede ir al puto infierno. En el primer segundo de dos mil diecisiete sigo pensando lo mismo. No, no hemos ido de fiesta, ya no hay fiestas que nos diviertan. En vez de estar mezclados en cualquier jolgorio, aquí estoy, frente a la fantástica pantalla de mi nuevo ordenador dejándome caer con suavidad en dos mil diecisiete. No, ya no quiero ir a fiestas, no tengo nada que hacer en ellas. He acudido a pocas fiestas en mi vida y siempre he tenido claro, desde adolescente, que, si no podía conjugar el deseo sexual como posibilidad, juego, ensoñación o encuentro feliz, me aburría, no me interesaban, no se las podía llamar fiestas, podrían ser reuniones entretenidas, pero no Fiestas con mayúscula. Al nacer, en el reparto de atributos, no me tocó ni la belleza, ni la inteligencia, ni el talento artístico y, ni mucho menos, la posibilidad de alcanzar dinero y poder, luego solo me quedó la opción del sexo, sin estar especialmente dotado para ese virtuoso ejercicio, como única opción de alcanzar en algunos momentos la espuma de la vida o la máxima expresión y experiencia de estar vivo. Bueno, quizá estoy exagerando, desde luego no tiene porqué ser así, pero para mí ha sido así. La terrible consecuencia de esta forzosa elección es que mientras el dinero, el poder, o el talento puedes mantenerlo hasta el borde de la tumba, el sexo no, se acaba pronto. No, ya no, ya no me encuentro la pasión sexual en ningún punto de mi cuerpo y mucho menos en torno a mí. En ningún lado. Por qué, sencillamente porque ya no soy deseado por nadie. Por viejo, por desanimado y porque la vida no está diseñada para combinar ambas cosas. Sin cuerpo deseable, no hay Fiesta. El sexo no es un paraíso para viejos. Así que hoy, en el primer segundo de este nuevo año, en vez de en el jolgorio donde se cruzan deseos, estoy aquí, en el silencio de mi estudio, viendo la noche helada a través del ventanal de mi decepción…
DIGRESIÓN DOS: Una hora después, el verdadero motivo de nuestro viaje: Paseo por el amor y la muerte, de Paul Delvaux. Curiosamente el título es el mismo que el de una espléndida película de John Huston, de 1969, a partir de una novela de Hans Koningsberger. Los gestores del Thyssen podían haberlo tenido en cuenta y buscar otro título porque aunque algo tengan que ver ambas historias no se merecen un título duplicado, o sí, porque a fin de cuentas lo maravillosamente poético y sugestivo se puede repetir cuantas veces haga falta. Y sí, así es la exposición de Delvaux: intensa, poética, fascinante. Orquestada en cinco capítulos no es sencillo trasvasar sus poderosas creaciones al lenguaje escrito, sencillamente porque hechizan y solo queda espacio para la contemplación deslumbrada. Sus escenarios atemporales y poderosamente evocadores, poblados de mujeres soñadas, te remueven y colocan justo en el centro de la belleza convulsa bretoniana, inagotablemente sugestiva. Se puede pasar mucho tiempo frente a cualquiera de sus composiciones y adentrarte en sus bellísimos escenarios donde habitan los sueños y los deseos. Sus mujeres, en ocasiones inquietantemente duplicadas, te adormecen o te excitan hasta el sueño orgiástico; no sabes si llorar por ellas o amarlas risueñamente, o ambas cosas a la vez, pero la poderosa sensación que te invade es la del deseo de tocarlas, sentirlas cerca, abrazarlas y jurarlas amor eterno. También alucinantes sus arquitecturas clásicas de geometrías exactas, perspectivas y atmósferas inquietantes; y sus trenes nocturnos, tan misteriosos y sobrecogedores; y sus polisémicos esqueletos: mitológicos, dinámicos, vitales, trágicos. Delvaux decía que no quería que remitieran a la idea de la muerte, sino a sólidas estructuras que sostienen la vida. Creo que estoy escribiendo una sarta de innecesarias tonterías porque las creaciones de Delvaux se bastan por si solas para explicarse e irradiar las poderosas sugestiones que provocan. Se habla sobre el surrealismo de Delvaux y de Giorgio de Chirico, y en ambos casos parece una adscripción generalmente admitida por todo el mundo entendido; pero no estoy de acuerdo del todo porque opino que sus obras se mueven en otras coordenadas; más bien en visiones imaginativas o imaginarias que parten de concepciones perfectamente conscientes; no oníricas ni automáticas. No, sus obras son sensiblemente distintas a las de Dalí, Magritte o Max Ernst, donde se pueden encontrar más nítidamente los presupuestos y formas surrealistas. Mi opinión no está sólidamente fundada, pero es lo mismo, porque lo que me importa es que el mundo de Delvaux me resulta poderosamente inspirador, como el de Chirico o Magritte. Los solitarios personajes que pueblan sus pinturas, ensimismados bajo el peso de fatídicos destinos e insondables secretos, siempre me acompañan cuando fotografío.
DICCIONARIO IMPROVISADO E INNECESARIO
QUERIDA: Y también querido, viene a ser lo mismo. En qué consiste el asunto? La RAE, dice que se trata de una relación clandestina o culpable: -Hombre, respecto de la mujer, o mujer, respecto del hombre, con quien tiene relaciones amorosas ilícitas-. Para los académicos el término ilícito es: –No permitido legal o moralmente. Ah bueno!, si se refieren a «moralmente» quizá valga, aunque no estoy muy seguro, sobre todo porque lo de la «moralidad» en el intercambio de fluidos corporales es absolutamente privado. Nada más. La experiencia y actividades de los «queridos» no reviste ningún interés especial, salvo el juego inicial, el momento de la seducción y el primer encuentro; si es tórrido y abrasador, porque si no, ni siquiera. Luego, si los «queridos» persisten, sólo suele tratarse de la repetición de encuentros sabidos impregnados de culpas y mentiras, es decir, un calvario que no lleva a casi ninguna parte, salvo a la vulgaridad. Pero no, nada más lejos de mi intención juzgar opciones privadas: que cada uno haga con su vida lo que le venga bien a su bienestar o a su equilibrio o a lo que sea. En algunos momentos de mi vida, hace muchos años ya, viví situaciones que tenían que ver con esas experiencias, y en casi todos los casos el «querido» era yo y la comprometida ella. Ni así me resultó divertido más allá de la novedad fugaz. También ha quedado desfasada la acepción más tópica del término en relación a hombres y mujeres, porque cada vez son más frecuentes los «queridos» del mismo sexo. Y ahora Ambrose Bierce: QUERIDA: una latosa del sexo opuesto en su primera etapa de su desarrollo.