Vi como construían esta empinda cuesta y he transitado por ella miles y miles de veces…
La gente viene y se irá. Estos son de los que vienen unas horas o tan sólo un día. Llegan en tren, a media mañana, y suben por esta empinada cuesta. Yo llegué hace cincuenta y un años. También subía por ella y bajaba, todos los días, dos veces: por la mañana y por la tarde. Iba al colegio. Aquel año, el de mi llegada, la estaban construyendo tal y como se ve ahora. Así. Tenía que esquivar a los albañiles y sus cachivaches. Todavía me acuerdo. Ahora vuelvo de vez en cuando y me paro a mirar. Siempre me ha gustado este acceso a la ciudad y no sé por qué; quizá porque se retuerce entre altos muros, como un desfiladero anguloso e inhóspito por el que se pasa rápido. Lo veo mejor a través del visor de mi vieja cámara grande porque así me paro y observo. Y pienso, está bien que mi mirada siga aferrada a mi vieja Mamiya. También pienso que el sentido de la fotografía bien podría ser: mirar para ver; ver para entender; entender para no morir; no morir para vivir. Esto último lo he pensado sin ayuda. Creo. Aunque nunca se sabe…
…Los que vinieron ya se van. Aunque quizá son otros. No lo sé. Lo que sí sé es que siempre es así. Aquí no se queda nadie mucho tiempo, salvo algunas gloriosas excepciones: El Greco y Masao Shimono, pintores de quimeras, muchos años, toda una vida; y otros, como Rainer M. Rilke, sólo un mes (del 2 al 30 de noviembre de 1.912). Hay otros muchos, pero ahora no me acuerdo (ni lo pretendo, no me agradan los recuentos)…
…Terminé el café. El periódico se me había acabado enseguida, no daba mucho de si: en cada una de las páginas había noticias locales, ilustradas con fotografías de gentes feísimas sentadas frente a mesas largas con micrófonos. No me enteré de qué hablaban; supongo que de intereses generales y de los suyos, aunque esos no los mencionaran. No engañan a nadie: en el fondo, todos sabemos que siempre hablamos de nosotros mismos. Un camarero joven contaba a un compañero que el pasado sábado, de madrugada, se pegó con alguien. No tenía señales en la cara, pero sí tatuajes en los brazos. A mi lado, otro joven también tomaba un café. A éste no se le veían tatuajes, pero sí una especie de aro o argolla en el centro de la nariz. No tenía señales de peleas recientes; sólo de estulticia asomándose ya a su cara. Me voy a mi casa.
…Casi todos los que la habitamos nacimos aquí y no hemos conseguido o querido alejarnos. Otros se fueron y vuelven a veces. En un momento de la historia, hace varios siglos, fue esplendida, gloriosa, referencia cultural de la Europa occidental y mediterránea. Por alguna extraña razón o conjunción astral reunió tres culturas en paz (eso dicen). Luego, siglos de decadencia incesante. Ahora, los que pueden, se van (mi hijo, sin ir más lejos). Extraños vienen y se van antes de anochecer, a media tarde, no vaya a ser que se les haga de noche dentro y eso sería un enojoso e inútil contratiempo. Ella es demasiado penumbrosa, hermética, afligida, mística, recelosa y secreta.