Calles estrechas, a veces tortuosas, siempre en sombra…
Hoy salgo hacia la ciudad a las nueve y media de la mañana. Es un jueves de Octubre. No tengo claro dónde ir. Arrastro mi ruidosa maleta y el trípode, en su funda, colgado del hombro. Tengo la fantasía de ser un peligroso asesino profesional y que en esa funda llevo un rifle de largo alcance y eficacia diabólica. Nadie parece reparar en el lado sospechoso de mi funda negra que llevo pegada al costado. No sé como fotógrafo, pero como presunto asesino no tengo ninguna presencia. Dejo para otro momento mis incompetentes fantasías y continúo con mi deambular sin importancia. Subo por la cuesta de la Granja. Ahí no me espera nadie y tampoco fotografías. No me extraña, porque en esa cuesta nunca las vi. Paso por delante de la puerta de la Diputación Provincial, en la que hay un tipo parado, de pie, mirando hacia la calle por donde voy despacio; no me mira. Yo sí. Le vuelvo a mirar asombrado, casi me paro para verle mejor: es de una fealdad inexplicable, hipnótica. Fascinante incluso (a mi no me suelen gustar los feos). No le fotografío, aunque me hubiera encantado. Llego a la calle Buzones. En la esquina con la plaza de Santo Domingo me paro. Pienso: -creo que voy a fotografiar aquí -. Despliego el equipo: el trípode, que no ha conseguido ser arma mortífera, la cámara grande, que si ha logrado ser lo que es, el fotómetro, y alguna que otra herramienta de irrelevante utilidad. De pronto, doblan la esquina dos atractivas mujeres vestidas para gustar, muy maquilladas y con ropa vaporosa negra, transparente casi. Caminan de forma estudiada y concentrada, satisfechas de su saber gustar. -Con ese look podrían ligar en cualquier momento-, me digo. Sólo hay un problema: no son las tres de la madrugada en un bar caliente, sino las once de la mañana en una calle solitaria y conventual. ¡Y, encima, mi cámara, mirando para otro lado! Ellas, tampoco me miran. Empiezo a sospechar que además de ser inofensivo, soy invisible. La mañana se estaba poniendo levemente surrealista; justamente para fotografías como ésta, con ciudadanos vacilantes viniendo de lejos…
Una aproximación a puertas y ventanas cerradas; a calles vacías; a una ciudad escondida en si misma. Es la mía: la ciudad imposible. Lunes, seis de la tarde. Di una vuelta por la ciudad vieja. Quería comprobar si teníamos algo que decirnos en tiempo otoñal. No tengo preferencias por ninguna zona en especial. Todas se parecen. Vi algunas cosas; otras no. No llevaba cámara y así veo menos: ella es mi lupa para ver mejor las cosas; por fuera y por dentro. Martes: salí hacia la ciudad a las cuatro, pretendía fotografiar en los sitios por los que pasé el lunes al anochecer y, aunque era antes, me dije que así calentaba la mirada (del espíritu no había noticias). Deambulé por calles estrechas y callejones sombríos. Al doblar esquinas, me encontré varias veces con un grupo de cuatro personas, muy parecido a una familia de turistas exploradores. No llevaban plano y parecían perdidos. En ésta calle desaparecieron al fondo mientras yo montaba el trípode y la cámara. Me habría gustado fotografiar su desorientación (su aspecto físico carecía de interés)…
…Luego, seguí caminando azarosamente: subí, bajé; volví a subir y bajar; a girar a la izquierda y luego a la derecha; y a la inversa. Muchas veces. No veía nada. Aunque sabía que algo había. Me dije: será cuestión de subir y bajar; otra vez. De torcer a la izquierda y luego a la derecha y desde ahí a la izquierda varias veces más; hasta que comprenda algo de lo que aparentemente no sucede. También de mirar hacia el fondo, pero ligeramente hacia arriba. Entonces vi una ventana al cielo en una calle sin nombre…
…Las calles seguían deshabitadas. Sin embargo, a Robert Doisneau, en su ciudad, París, le sucedían muchas cosas: «Pero sólo es necesario esperar. Cuando estoy en un mismo sitio durante tres horas, me suceden montones de cosas. Un hombre que se queda quieto en una ciudad donde todo lo demás se mueve, termina por ser una atracción al cabo de un tiempo. La gente se me acerca y me pregunta las cosas más desconcertantes…Me toman por un espía. Así es. La persona que se está quieta no es un contemporáneo». A mí, en la mía, apenas si me ocurre algo; bien es cierto que todavía no he aguantado tres horas seguidas parado. En esta calle, estuve media hora, con la cámara montada en el trípode, sin moverme, quieto como una momia toledana, esperando con inquietud a que pasara algo o alguien. Nada. Para calmar mi impaciencia, fotografié y me desplacé unos metros…
…Seis treinta y cinco, cuando me disponía a cambiar de libro recibí una llamada de mi querido amigo C.V., que lo es desde hace más de treinta y cinco años. Qué jodidamente viejos somos ya (y estamos). Bromeamos un buen rato sobre eso, la muerte y el gran mausoleo de tristeza que es nuestra ciudad (ambos hemos nacido en la misma), y que cada día soportamos menos, y él, al menos, no vive aquí. Me pidió utilizar algunas de mis fotografías para un montaje cinematográfico que está realizando sobre Luis Buñuel y la ciudad. Naturalmente -le dije- puedes contar con lo que necesites, faltaría más. A mi amigo C.V., le apasiona Buñuel, desde siempre. A mí, esa misma pasión me duró sólo unos años, en los ochenta, especialmente por algunas de sus películas, como Tristana y otras, importantes y geniales. No mucho después empezó a aburrirme. El desamor se me coló por un cierto rechazo hacía sus actitudes personales. Menudos dos tipos, él y su colega Rabal; ofrecían lo peor de ciertos rasgos detestablemente ibéricos: fanfarrones, enfáticos, vanidosos y, por si fuera poco, mentirosos y machistas. Claro, todo eso no se lo dije a mi amigo C.V., no había necesidad de oscurecer nuestra conversación por esa tontería…
…Crucé despacio el paseo del Miradero, sin apenas mirar nada; bueno sí, un poco, pero levemente. Enseguida desemboqué en una calle estrecha, y luego por más y más calles; giraba a izquierda y derecha sin propósito, caprichosamente, sin motivo, porque sí. Ni siquiera la memoria actuaba, me parecía, pero era mentira, porque a todas horas vive sobre mí y dirige mis pasos en esa ciudad, aunque no quiera, por eso me desasosiega y desagrada pasear por ella. Jodidos y tristes recuerdos, siempre sombríos e infelices…