ADENTRÁNDOME EN LAS TINIEBLAS 39
“El río fluye sordamente, no hace ningún ruido.” Marguerite Duras
Martes, siete de enero de dos mil veinticinco
Este año he empezado el diario muy ordenadamente, con un sentido cronológico estricto. Las entradas se desordenan un poco cuando me extiendo en narraciones más prolijas y los días siguen escapándose a toda velocidad.
El fin de semana largo (tres días), ha sido especialmente solipsista, salvo dos conversaciones telefónicas (Gabriel y Armando), el resto del tiempo silencio y horas lineales, sin textura humana (casi nunca la hay). Fuera de mis límites físicos, mi casa, he dado tres paseos, dos de ellos por la ciudad, a la que nunca voy, por cierto.
Tanto silencio no me acobarda, probablemente me guste mucho, aunque note que me debilita y me cause mucho miedo, sobre todo por la noche (no me gustaría nada no amanecer porque me haya muerto solo por la noche).
Es una relación conmigo y mi circunstancia que me produce vértigo: malestar a veces, satisfacción otras. Mi estado de ánimo se mueve incesantemente, bajando y subiendo sin tregua ni sosiego.
El lado bueno es que me permite ir de libro en libro y de película en película; ayer, por ejemplo, volví a ver El tesoro de sierra madre, inmensa película en la que brillan todos, y el primero John Huston en una de sus grandes historias (todas lo fueron, para la historia del cine), además de Bogart, en una de sus mejores interpretaciones. Mi satisfacción se mueve, exclusivamente, entre historias e historias, incesantemente (leídas, oídas y vistas). Conseguiré no necesitar ni desear nada más.
Y ahora, a punto de dejar esta entrada terminada, se me ocurre pensar que ya no me podré enamorar nunca por una sola y poderosa razón: no sueño con el amor. No se puede acceder a lo que no se sueña.
La Fotografía: El lugar donde viven los triángulos. Ayer, por la mañana, mientras caminaba por mi ciudad: cuestas arriba y cuestas abajo (la perfecta metáfora que abarca todo lo de aquí); o me acercaba a la orilla del río, donde habita el sentido triangular del espacio y el tiempo y el paraje más bello por el que el rio viene y se va; oía La siesta de M. Andesmas, de Margarite Duras (autora nada frecuentada por mí, hasta ahora), en la que un hombre viejo se adentra por los adormecidos y fantasmales vericuetos de su pérdida de la percepción de la realidad y el tiempo.