LOS DÍAS 3
“La elegancia no consiste en ser notado, sino en ser recordado”. Madame de Staël
Domingo, diecinueve de enero de dos mil veinticinco
Ayer, sábado, por la mañana, hablé con María y Armando. También vi a Naty porque le llevé a Mi Charlie, para que durante la semana que viene fuera Su Charlie.
Luego Súper. Una novedad (es nuevo en la ciudad), y lo exploré para descubrir los tesoros o novedades que pudiera guardar. Mucha gente pensó lo mismo (estaba abarrotado). Ligeramente más barato y poco más a destacar.
Por la tarde volví a hablar con María. Mucho tiempo. Estuvimos de acuerdo en bastantes cosas, en otras no.
Mientras cenaba comencé a ver una nueva serie que decidí abandonar al final del primer capítulo, al segundo no llegaré ¡siempre son y cuentan lo mismo! Un jodido y simplista argumento aburrido hasta el entorpecimiento. A los consumidores de televisión nos toman por deficientes. Quizá tengan razón.
Como era sábado huérfano de Mi Charlie, me tocaba salir a tomar una copa (casi todos lo hago) venciendo hercúleamente mi desgana y ganas de dormir, a ser posible sin sueños. Pero claro, si los sábados me acuesto temprano, como el resto de los días y no salgo nunca, significaría que me abandono a una pasividad desvitalizada y mortecina. Ninguna oportunidad a la improbable y azarosa novedad. Eso no toca hasta el año 2026 (que ya no saldré ni sábados ni ningún día). Mientras, optaré por cumplir con rituales disciplinados que me ayuden, al menos formalmente, a pensar que no me he muerto todavía.
Es como ir a trabajar en una cadena de producción embrutecedora, pero por lo menos voy. De eso se trata. Lo bueno: el horario de trabajo es breve y flexible. Tan solo dura una hora, como mucho.
Nadie me interesa allí. Lo vengo diciendo hasta el fastidio.
Anoche surgió una pequeña anécdota que al menos diferenció en algo la rutina. El local interior está separado por la terraza por una cristalera de suelo a techo. Me acerqué desde dentro a mirar fuera a ver quién había. Frente a mí, cerca, cuatro mujeres jóvenes (en la treintena) bailaban, reían, se agitaban en una aparente diversión estruendosa. Una de ellas, la más atractiva del grupo, inesperadamente se colocó frente a mí, al otro lado claro, me miró intensamente (y yo a ella, estaba muy buena), señalándome y bailando incitadoramente. Como era absolutamente inaudito miré detrás de mí a ver si había alguien a quién estuviera provocando, pero no, detrás de mí no había nadie cerca. Volví a mirarla, y me dije, pero mujer ¿qué coño estás haciendo? Y pensando, también, si quieres divertirte a costa de un viejo mejor vete a tu puta casa a reírte de tu puto padre. Me di la vuelta y me alejé desdeñosamente de la cristalera con vistas al ridículo.
Si en la noche de ese local las historias con mujeres a las que doblo la edad son, sencilla y radicalmente imposibles, aún lo son mucho más las de edad homologables con cuerpos, caras y portes de los que solo podría correr sin parar para poner tierra de por medio. Asustado. Menos mal que esas ni me miran y mucho menos me provocan. Yo, a ellas, solo las veo con mirada impresionista, desenfocadas y lejanas, como si fueran de otro mundo (léase inframundo).
Volví a mi casa una hora después y hasta dentro de quince días. Dos veces al mes de esa experiencia imbécil, me salen veinticuatro al año. Demasiadas. Tendré que cambiar algo de mis hábitos improductivos.
Me desperté a las dos porque acababa de recibir la noticia del nacimiento de la nieta de Armando…
La Fotografía: Nubes pasajeras (1996), Aki Kaurismäki. Las parejas que bailan, tan formales y arregladas, son de la misma edad, más o menos, que las que veo los sábados por la noche (aunque al sitio al que voy también hay gente de mediana edad y hasta jóvenes); pero no somos tan elegantes y atildados, ni mucho menos. Más bien casi todo el mundo vestimos desastradamente (tipo mercadillo a granel, de amontonamiento).Yo no, porque me visto estilo vintage que consiste en dejar que mi ropa moderna de hace años envejezca hasta la compasión.