HISTORIAS MÍNIMAS 2
“Cocodrilo: un animal que de adulto ya no tiene amigos”. Peter Handke
Martes, veintiuno de enero de dos mil veinticinco
Desde muy temprano, llovía.
Salí de mi casa, de noche todavía, con intención de cruzar la ciudad y llegar a otro barrio con nombre de santa, como el mío (por aquí a las santas las tenemos muy presentes), porque en ese barrio, cuarenta años más moderno que el mío, hay un laboratorio de análisis clínicos.
Decidí ir andando (2,5 km de ida y los mismos de vuelta), me ha llovido encima, pero sin mojarme. Caminé cojeando ligeramente porque una inoportuna e inclemente fascitis plantar me ha martirizado todo el camino. No importaba porque soy valiente y sufrido.
En ese laboratorio he llevado una muestra de orina y he permitido que me pinchara en una vena de mi brazo izquierdo (el brazo, lo ha dejado a mi elección, siempre que tuviera venas, me ha advertido, pero las tenía), una operaria madura ya, que miraba mis venas (no me ha dolido nada) mientras yo la miraba a ella. He concluido que no me gustaba, por lo que super simpático no he sido, solo correcto.
¿Para qué encargo estos análisis? Porque iré a consulta de un urólogo el martes que viene, para que me diga cómo ve el asunto de mi próstata. Vaya por delante que, si lo ve mal, hasta a operarme estoy dispuesto, si sirve de algo.
He llegado de vuelta a las nueve. He desayunado y he subido al estudio a ver llover reclinado en mi cheslón de escribir. Pasaré todo el día en mi casa sin ver ni hablar con nadie, y, si reúno fuerzas, escribiré y revelaré alguna foto. Toda esa tranquila e íntima manera de pasar el día, me hará insultantemente feliz.
Esta mañana, en la cama, a la hora de no suicidarme, como vengo diciendo (de 6 a 7 dela madrugada), he echado un vistazo a la prensa y me he encontrado y leído un artículo muy reiterativo (repetía lo mismos argumentos diez veces, por lo menos), para explicar una obviedad: en la edad madura (cuarentena y cincuentena), es muy difícil hacer amigos nuevos de verdad, es decir, intensos e íntimos. En la vejez ni es preciso mencionar que ya es imposible. Los que se hacen antes de los treinta, los mejores, se pierden por el camino y ya está. No habrá más. Esto se traduce en que a los sesenta o setenta y más, tendrás (o no tendrás) dependiendo exclusivamente de la suerte en la conservación de los de antes. Por ejemplo, si los pocos que tenías de joven (los amigos de verdad siempre son escasos), no se han perdido por el camino. En este juego de consideraciones elementales, se entiende por amigos los de calidad, los de plena confianza con los que uno se puede desnudar sin pudor. Y ellos contigo, porque los entenderás y querrás, hagan lo que hagan.
Obviamente, los conocidos no cuentan como amigos. Esos solo te hacen perder el tiempo lastimosamente, en naderías sin sustancia. Yo no quiero a ningún conocido cerca, más allá de unos segundos. No tengo tiempo para ellos.
Siempre he funcionado así. Cuando una amistad flaqueaba la excluía de mi vida, o se despedían ellos a la francesa, como ha sido la mayoría de las veces. Así pasa, que me sobran varios dedos de una mano cuando pienso en mis amigos. La ventaja de la vejez, con tan poco tiempo ya, es que todo se esencializa y solo tiene valor lo importante, lo que vaya a enriquecerte. No es tiempo de paupérrimas limosnas vivenciales.
Hoy, La historia mínima es la de mi caminata bajo la lluvia (sin mojarme) para la extracción de un poco de mi sangre. Lo demás es relleno para que parezca que la entrada tiene enjundia, que no la tiene y porque no puedo estar todos los días a la altura de mi supuesto talento.
La Fotografía: En una de las calles por las que pasé, a través de una puerta abierta pude ver bultos tapados con telas blancas, como secretos fantasmagóricos. No supe qué era, aunque lo más probable es que fuera la metáfora de lo que ocurrió por la tarde; pero de eso no hablaré nunca porque lo he prometido.