DIARIO ÍNTIMO 111
“Nunca caigas en la trampa de contar tus propios fracasos y menos públicamente en Internet. No regales tu intimidad por narcisismo ni por empatía. Una persona sin secretos carece de valor y de valores”. Jesús G. Maestro
Viernes, catorce de febrero de dos mil veinticinco
Según Maestro, no hay que dar munición al enemigo. Tiene razón.
Yo sí lo hago, aparentemente, porque enemigos no tengo, al menos que conozca o pueda identificar. O lo son todos o no lo es nadie.
Claro, él también hace matizaciones inquietantes como que revelar la intimidad supone despojarte de los valores que puedas tener. Puede que tenga razón, pero no siento el peligro porque yo tan solo estoy constituido por mi intimidad y si no la utilizo con libertad o como me dé la gana, dejaría de ser y existir. Además, solo revelo parte de lo que soy aquí, en el diario, y eso no cuenta porque no tiene ninguna transcendencia. Nunca sé quién lee o ve lo que publico, por lo que, en cierto modo, es una exposición anónima. Si al otro lado no hay nadie, me exhibo en la intimidad.
Publico aquí y solo aquí, lo que se me pasa por la cabeza sin atenerme a ninguna consecuencia, y si con ello mando a la mierda todos mis posibles valores, da igual, porque soy sin ser: anónimo.
Probablemente, Jesús, piense en personas (él incluido) que ilusoriamente creen que existen, pero yo no, eso sí que no me lo creo.
La única manera que tengo de sentir y saber que todavía no he llegado al patio del cementerio de mi ciudad, donde tengo mi sepultura y donde me esperan mi padre y mi madre, es escribir este diario todos los días.
Como nada me sucede fuera de mi torre de anacoreta (como un Montaigne de provincias), no puedo hablar de nada, salvo de mi mismo porque soy el único tema a mi alcance para conversar sobre el hecho de vivir. El mismo Michel de Montaigne, dijo: «Encuentro tanta diferencia entre yo y yo mismo como entre yo y los demás».
Inevitablemente, eso pasa por sincerarme, porque si no, sería deshonesto y absurdo, aparte de insoportablemente tedioso. O sería una novela y novelista no soy.
Esa conversación conmigo mismo, es necesario publicarla (aunque nadie la lea) porque es el gesto que la valida como hecho proyectado al exterior (mensaje en una botella del náufrago). Es una fe de vida.
No revelar nada de la existencia propia es morir. Ah, y prefiero siete mil millones de potenciales lectores a comunicarme con el vecino, porque sé que no me escuchará.
No, no estoy en redes sociales, que serviría para lo mismo, más o menos. Solo estoy aquí y sin interlocutores, además. Cuando diseñé este sitio, hace más de veinte años ya, tuve claro que no deseaba crear ningún foro de opinión abierto. No, porque no deseo conversar con nadie de nada. Me basta con sostener esta ficción de proyección hacia fuera. Si no contara con esta conexión anónima, podría morir de una sepsis por alta contaminación infecciosa de mí mismo.
Mi caso, a pesar de la perspicaz opinión del señor Maestro, que comparto, no es exactamente la de un Narciso ninguneado, sino el de alguien que simplemente es viejo (él no escribe para viejos, ni siquiera nos menciona en ningún momento), y como tal no existo: los viejos solo existimos en aparcaderos infecciosos preventivamente cancelados. A partir de esa premisa, da igual lo que hagamos, como si queremos retransmitir en redes nuestro propio suicidio, a nadie le importará. El mío, desde luego que no.
Mi supuesto narcisismo me permite sonreír y hasta reír a veces. Sin este diario, ni eso tendría.
La Fotografía: Ayer escribí sobre IA, y hoy, en cierto modo sigo con lo mismo porque soy un individuo virtual, existo artificialmente. La imagen de hoy esta reelaborada por un programa de IA a partir de un autorretrato de dos mil veintidós. Es decir, este individuo tan avejentado soy yo, retocado. Se da la circunstancia de que el programa ha modificado la postura (de derecha a izquierda, o al revés), ha afilado la cara, me ha cruzado las manos y se ha inventado algunas cosas, sobre todo arrugas, a no ser que haya hecho una interpretación del estado de mi alma, como ya dijo, también, Montaigne: «Las arrugas del espíritu nos hacen más viejos que las de la cara». En el pelo no ha intervenido, sigo sin tener.