MONÓLOGOS SOBRE ARTE 30 y 2
“Uno lleva por dentro lo que quiere decir: lo tengo y sé mi camino, no voy en busca de inspiración, momentos o iluminación especiales cuando cambio de un lugar a otro.» Fernando Botero
Viernes, veinticinco de abril de dos mil veinticinco
… Sigo con mi aproximación a Fernando Botero a través del documental del que hablé ayer, que sin ser extraordinario es estimable, y lo era por varias razones esenciales: estaba bien planteada la secuencia vivencial y artística, de principio a fin; la aportación cálida, afectuosa e inmensamente admirativa de sus tres hijos, y sobre todo la profusión de obras que muestra.
Lo portentoso y maravilloso lo aportó el propio Botero con su asombrosa y tumultuosa obra.
Fernando Botero, ya desde sus inicios, mostró una determinación firme de hacia dónde dirigirse y el camino por el que lo haría. En una época, mediados del siglo XX, cuando había eclosionado el expresionismo abstracto, él se mantuvo en la idea de un figurativismo, mágico diría, pero no exento de conexiones con un cierto expresionismo o pop, ambos caribeños; donde la imaginación, el volumen y el color eran sus señas de identidad como artista e intérprete del mundo. En cuanto a la abstracción decía: “La pintura abstracta es buena para hacer cortinas y forrar muebles».
Interesado por reinterpretar la historia del arte y épocas históricas, mitología griega y romana, o recreando obras capitales de la pintura, como la Gioconda de doce años, recreaciones de las Meninas, de Velázquez; Tiziano, Uccello, o el Díptico de los Duques de Urbino, de Piero de la Francesca, del que dice que el encuentro con ese autor representó una auténtica catarsis como nunca había experimentado.
Pero no solo fueron esos sus referentes, sino que trabajó sobre todo tipo de temas, desde la naturaleza al costumbrismo; desde la violencia o el sexo a la religión y la muerte; en fenómenos culturales de su tiempo, como la serie de la Tauromaquia, el Circo, o la serie sobre «Abu Ghraib» compuesta por 78 cuadros que representan los horrores de la tortura y de la guerra. Pintó también, sobre la cultura popular de su país, Colombia, al que, por cierto, legó dos museos con toda su colección (Antioquía y el Museo Botero, de Bogotá).
Decenas de ciudades importantes del mundo están sembradas de sus esculturas únicas y es un regalo para la vista encontrártelas, en Madrid, por ejemplo.
Creó un estilo propio único e inigualable y, probablemente lo agotó: no estaba antes y ya nunca podrá estar después. El “boterismo” será un estilo único de un solo autor para la historia y el resto del tiempo por venir.
Lo que más me maravilla de su trabajo es la exuberante imaginación en la composición de sus personajes, plenos de color, gestualidad expresiva, alegría, ingenuidad y profundidad. Su capacidad generativa de formas y belleza era única e inagotable. Su talento residía en su genio, y, aunque pueda parecer una perogrullada no me lo parece, porque cualquier tema que se planteara, pasado por su capacidad transformadora de infinita imaginación convertía todo lo que tocaba en algo propio e inimitable. Y, claro, y además los volúmenes de sus vitales criaturas: “Para mí, la belleza está en la exageración, en la deformación, en la abundancia (…) Lo que me interesa no son los seres, sino la manera en que sus volúmenes se inscriben en el espacio. Veo la vida en volúmenes.»
Recorrió el mundo trabajando y mostrando su inconmensurable obra: Nueva York, París, Florencia, Ciudad de México, Madrid, Mónaco… (donde murió).
La Fotografía: De la serie El circo (2009). Contó Botero que el circo era de los de pueblo, pobre e imaginativo y se lo encontró en un solar vació en su país. Se dijo, este es mi circo, el que a mí me interesa ver y pintar.