Diario de un Hombre Resignado 4
“Uno de los grandes temas de la literatura es la decepción. Es también una de las grandes experiencias de la vida: los seres humanos conocen la decepción, el desencanto, el desengaño”. Manuel Vilas (Dos tardes con Franz Kafka)
Jueves, tres de julio de dos mil veinticinco
Hace tiempo que no doy noticias de mi inactividad y pereza intelectual. Cada día mayor. Con mi amigo-hermano, que hacemos puesta en común de nuestras vidas cada setenta y dos horas, unas veces más y otras menos, estamos observando que nos vamos deconstruyendo a gran velocidad. Por ejemplo, hace tan solo dos años, caminábamos con gran presencia de ánimo dos horas diarias, cada uno en su ciudad; ahora hemos reducido a la mitad el tiempo y la distancia, y además sentimos un profundo desagrado ante la idea de caminar, sea a la hora que sea.
Yo, por mi lado, hoy, sin ir más lejos, a estas horas del día (16:01), no siento ganas de saber cómo acabará hoy ni cómo empezará mañana. Es más, estoy de muy mal humor y profundamente decepcionado con mi vida.
Pero no, no cambiaré nada porque no merece la pena.
Cuando he pasado al estudio, he mirado de reojo a la pared donde tengo colgado un mosaico de impresiones de días de diario, de hace bastantes años, y mi mirada ha ido como un rayo a una entrada enmarcada en la que la foto es de mi abuelo paterno, pepe fuentes, también (a él le llamaban señor Pepe, eso a mí no me lo han dicho nunca, afortunadamente porque ni puta falta que hacía). Junto a él, mi tío Clemencio (el que más ascendió de nosotros en la escala social de aquella época: fue chef cuando estos todavía no se habían inventado, solo eran cocineros), que pasa un brazo por los hombros de mi abuelo. Todos los miembros de mis respectivas familias, la paterna y materna, fueron campesinos iletrados (salvo mi susodicho abuelo, que leía hasta el periódico, según me parece recordar). Yo más iletrado que ellos, porque ni siquiera sabía ni he sabido nunca lo que ellos sí supieron. Y campesino no fui, para mí profunda decepción.
¿Por qué hablo de toda esta mierda ahora? Me contesto: al ver la foto de mi abuelo, en el campo, con su gorra de entonces, he pensado en que me habría gustado haber llevado la vida que él llevó, eso sí, sin hijos, porque de ese modo habría evitado el aciago y estúpido hecho de existir y estar aquí ahora, escribiendo estas estupideces propias del analfabeto funcional que soy. Me ha faltado todas las variables de inteligencia que existen y sobre todas ellas, la emocional, que en el lugar que debería ocupar en mi cabeza, solo hay un insondable agujero negro.
En tiempos de mi abuelo, la vida era sencilla: los desplazamientos los hacíamos en burro y nos acostábamos temprano, cuándo se hacía de noche, como nuestras gallinas. Desayunábamos un café con leche en un tazón atestado de mendrugos de pan duro, o migas que se cortaban por la noche, antes de acostarnos; a mediodía cocido, todos los días; y por la noche patatas con conejo o bacalao reseco, y eso en el mejor de los casos, porque podían ser patatas solas con caldo aderezado con pimentón. Y ya está.
Eran las comidas del hambre secular y endémico de las gentes y el mundo al que realmente pertenezco. Ahora, mis comidas no han mejorado: ni siquiera cocido como, un lujo en los tiempos que corren.
Nunca oí a mis abuelos quejarse de nada; a mis padres tampoco, o sí, ya no me acuerdo bien.
No sé porque estoy escribiendo esto ahora o sí, y puede que sea, sencillamente, porque me siento de muy mala leche y hasta las narices de la estúpida vida que llevo. Ah, y también porque no tenía entrada para mañana, y tampoco nada de lo que escribir. Esta entrada es un valor seguro para mi diario porque es auténtica y furibunda, luego una desnuda y desolada verdad. Desde la primera palabra a esta última me están saliendo de corrido, porque sí, porque son estás las palabras de ahora y ninguna otra. Sentidas. El escritor rumano Mircea Cartarescu dice que escribe del tirón y nunca corrige. Yo sí corrijo, pero no hoy porque me da igual que esta entrada esté bien o mal, o como si ni siquiera estuviera. Da igual. Todo.
La Fotografía: Este es el paisaje de mi infancia, del que nunca debí salir. Un poco más allá de las escuálidas encinas de la cima del cerro, había una casa precaria que hasta se nos cayó encima una vez, en la que viví con mis padres. Nunca debí alejarme de ese maldito, pero añorado sitio, por ser connatural a lo que verdaderamente soy.