En las ciudades desconocidas, después de las plazas los puentes, siempre…
Me autocito: –Es la fascinación de la forma, de la escena, de la representación teatral que ofrecen las ciudades incesantemente. Esa es la cuestión: la interpretación de los signos, de los gestos y de los guiños. Es la seducción como un «punctum» no necesariamente convulso (vuelvo a Barthes) sino como medio para huir de la espantosa aridez del «studium», tan desoladoramente trivial, prosaico y tedioso-
VIAJE A PORTUGAL EN QUINCE FOTOGRAFIAS EN PELICULA INFRARROJA Y CUATRO QUE NO. diecisiete de marzo: lunes: 8:30 A.M., partimos hacia Oporto según nosotros; Porto, según el resto del mundo. Treinta kilómetros después el coche se queja; nosotros nos quejamos del coche. Volvemos. El mecánico lo repara en cinco minutos (no hay nada como tener mecánico de cabecera). Repetimos la maniobra: ponemos rumbo nuevamente a Porto, (según el resto del mundo) y que a mí me gusta más que Oporto. Llegamos a las 16:30, dejamos el equipaje en el hotel y corremos al lugar que más nos gusta de la ciudad, antes de que el sol nos abandone a todos. El sol era intermitente, a veces la lluvia también. Sin embargo, o precisamente por eso (por la intermitencia), todo era hermoso.
El viaje a Chicago me ha servido, además, para leer Brooklyn Follies, de Paul Auster. Es un escritor de buen aspecto físico (será porque está satisfecho consigo mismo; supongo), al que llevaba mucho tiempo queriendo leer en una novela larga. Hace poco leí El cuaderno rojo (corto) y me gustó bastante. Brooklyn Follies es sumamente entretenida, se lee con placer y resultó perfecta para la incomodidad de aviones y aeropuertos… pero sospechosa. Algo huele a arreglo complaciente: primero, panorama desolador, luego, poco a poco, todo se va arreglando; los enfermos se curan, los solitarios encuentran compañía, los desenamorados se enamoran, los gordos adelgazan y los pobres se enriquecen. Ganan los buenos (que lo son, por cierto) y los malos son condenados a desaparecer tristemente: ¡qué bonito! Y encima, y ahí está su virtud, resulta creíble; o mejor dicho, satisfactoria. A medida que los héroes, repletos de valores humanistas y modernidad se recomponían, notaba que yo también me reconfortaba y me alegraba con su suerte. Al final, un último párrafo describe la felicidad embriagadora del protagonista, pecaminosa, casi, por excesiva. Leeré muchísimo a Paul Auster a ver si se me pega algo y llego a los sesenta con tan buena pinta como él. ¡Viva Paul Auster!
«…Pero se equivocaba al depositar su fe en los objetos, al confiar únicamente en cosas, al malgastar el tiempo en innumerables edificios que ha dibujado y pintado, las calles vacías, sin un alma, los garajes, gasolineras y fábricas, los puentes, las autopistas elevadas, los viejos almacenes de ladrillo rojo destellando a la tenue luz de Nueva York…»
Desde Edimburgo, viajamos a Londres. Caminamos durante tres días, de la mañana a la noche, por la esplendida ciudad. El poco tiempo sólo nos permitió arañar levemente la superficie. De vez en cuando, una fotografía, o varias. Ésta, por ejemplo, descriptiva, fácil, al menos aparentemente. A pesar de su sencillez me parece una gran fotografía del río, de la ciudad. Creo que su tranquilo equilibrio deja entrever alguna de las claves de su magnificencia. No recuerdo en qué momento la hice; y desde luego tampoco lo que sentí o pensé. Aunque sea una imagen directa y meramente descriptiva, me parece que encierra -algo más-. Quizá se deba al automatismo del fotógrafo, o al genio de la cámara o a la alquimia de los materiales. Todo eso también cuenta.
CODA DE UN BREVE VIAJE EN CLAROSCURO: Uno de los muchos puntos de inflexión que se van sucediendo a lo largo de la vida, es cuando acaba la edad de hacer amigos. No tengo ni idea de cuándo atravesé ese momento, cuándo la otra orilla, al otro lado del puente, quedó lejos. Creo que hace tanto tiempo ya que no puedo recordarlo. Ahora, entre los que ya estamos al otro lado, cuando nos vemos obligados a intercambiar palabras sin sustancia, sin carne y sin alma, mientras lo hacemos, nos miramos llenos de una perplejidad indiferente, tanta que ni siquiera nos interesa el nombre del otro. Sólo deseamos que todo termine pronto. Hubo un remoto momento para construir amistades, pacientemente, día a día; ahora, sin embargo, día a día también, desmontamos el tinglado hasta que no queda absolutamente nada; sólo polvo y extrañeza. No hay historia (luego vida) sin olvido.