Qué esperamos los visitantes de los vendedores: nada, ni siquiera los vemos (yo un poco sí)…
DIGRESIÓN TRES: El invernadero, de Harold Pinter, versión de Eduardo Mendoza, dirigida por Mario Gas. Protagonistas: Gonzalo de Castro y Tristán Ulloa y cinco más. Bien, bien; no sé, no sé. Los ingredientes merecían el viaje, no solo por los nombres propios sino porque, además, la obra la vendían como: «Una comedia bárbara sobre los mecanismos de poder» y la compramos, ya lo creo. Pero el resultado no fue para tanto, se movió entre la indulgencia por nuestra parte y un cierto convencionalismo histriónico por la suya. El agotamiento del trasunto de la obra: a estas alturas de la historia del comportamiento humano es más que sabida y tratada la miseria y mezquindad de todos nosotros. El instinto manipulador y codicioso de la vanidad y el poder. También sabemos mucho ya de alienaciones, sordas intrigas y de la destrucción del ser humano engullido por la maquinaria de dominación de unos por otros, y esos otros por otros y así hasta el fondo y el final de todo. Por lo tanto, en el mundo de la creación, lo que siempre será irreductible es el cómo nos lo cuenten y es ahí donde el montaje naufraga. Las interpretaciones gestuales resultan impostadas, altisonantes y gritonas, con escasa textura emocional. La escenografía, construida con un desangelado mobiliario administrativo sesentero y una iluminación inclemente, no me ayudaron a sentir el opresivo desasosiego que contiene la obra. Quizá esa era la intención, qué duda cabe, pero a mí no me funcionó porque hizo que un cierto misterio que también encierra la obra, se disolviera en una atmósfera de hiperrealismo administrativo. La escenificación de esta obra solo puedo concebirla en un escenario despojado y poblado de sombras. Tampoco me encantaron los intérpretes, salvo la helada e inquietante sonrisa de Tristán Ulloa y la contagiosa humanidad de Javivi Gil, que en el brevísimo momento en el que aparece llena el escenario de vitalidad y frescura. Gonzalo de Castro se conduce chillón y extravagante. Cansa. Mendoza, en su versión, aporta suficientes y acertadas palabras, y también matices (aunque no puedo comparar porque el original de Pinter no lo conozco). A Gas, me parece que se le va la mano: enfatiza y sesga demasiado en un tono casi siempre incómodo y altisonante. Lo supuestamente corrosivo se queda en previsible y «…el poder político y estatal en este caso, asoma su hocico maloliente y exterminador» según el propio Mario Gas. En vez de desasosegante y peligroso resulta plano y hasta tedioso en algunos momentos.
…Todo me iba estupendamente: el arte bien, cuando lo encontraba, que no era fácil, los pocos visitantes también, mis fotografías fabulosas, al menos eso creía, y todavía esperaba estar una o dos horas más. Mi estado de ánimo era tan magnífico que me sentía flotando (como la Abramovic). Por si fuera poco, muchas de las fotografías que había en los escaparates me parecieron espléndidas. Otras no, pero esas fueron pocas. Soy incapaz de acordarme de obras y nombres. No fui a eso, sino a divertirme y a dejarme invadir por sensaciones muy inmediatas y epidérmicas. También a fotografiar, y eso lo hice repetidamente. Sin embargo, sí recuerdo las obras expuestas de García Alix, que me entusiasmaron, como siempre me pasa con este autor; algunas obras de Chema Madoz; unas espléndidas obras remotas de Fontcuberta; y dos fotografías de Castro Prieto muy estimables. También el siempre profundo, misterioso y asombroso Sugimoto, y algunos otros…
Viajé al mundo del arte amontonado y en venta en pequeños espacios blancos: llegué a las doce y siete minutos. La entrada me costó treinta y dos euros + iva. Nada más entrar noté que la felicidad me embargaba y sabía por qué (ya me había olvidado del precio): tenía varias horas por delante para deambular sin rumbo por los pabellones, entre galerías con arte en venta intensamente iluminadas; había gente, la mayoría jóvenes e incluso algunos vistosos (siempre prefiero que mi mirada se entretenga con la belleza). En algunas galerías (no muchas) había arte, y en el colmo del prodigio, hasta obras bellas, aunque eran las menos. La perfección es imposible…
Cuando acabé de escribir sobre Arco, pensé –quedan ocho días de Marzo, podrías continuar con el tema del arte y la fotografía (casi nunca es lo mismo) y así consigues una cierta unidad temática- Sí, es buena idea, me contesté. Busqué un texto de hace ochenta años de Paul Valéry, que me rondaba en la memoria: «hay una parte física que no puede contemplarse ni tratarse como antaño. Ni la materia, ni el espacio, ni el tiempo son desde hace veinte años lo que eran desde siempre. Hay que esperar que tan grandes novedades transformen la técnica de las artes y de este modo actúen sobre el propio proceso de la invención, llegando quizás a modificar prodigiosamente la idea misma del arte»
Qué bien, me dije, es un excelente punto de partida para hacer una reflexión sobre la fotografía actual y cómo inciden las nuevas tecnologías en su creación. Me puse a escribir…
-se está haciendo tarde, pensé- . De pronto me sentí muy cansado: llevaba casi cuatro horas caminando como un poseso ajeno a todo lo que allí había: ¿qué coño hago yo aquí?, me dije Antes de irme decidí subir al piso de «más arriba». Lo hice en el ascensor más grande y más lento que he usado en mi vida, –algo es algo- (pensamiento consolador, sin duda). Allí, más arriba, me asusté mucho, porque las obras parecían las mismas que había visto en los pabellones de abajo, pero no podía ser porque eran otras galerías: me paré un momento a recapacitar; avancé con cuidado y sí, muchas me parecían las mismas (o quizá lo fueran), indudablemente era un síntoma alarmante de que el mercado (del arte) se me estaba subiendo a la cabeza.
…Como la comida no me producía ningún placer, me dediqué a observarla. Lo hice con atención e intención curiosa. Tenía un cuerpo algo ancho sin ser obesa (los prefiero más estilizados), su rostro, aunque corriente y algo anodino, denotaba una cierta personalidad o algún contenido existencial que la hacía parecer interesante. No levantó la vista nunca para mirar alrededor suyo. A mí, a pesar de estar frente a ella, no me dirigió la mirada a lo largo del tiempo que tardamos en comer. Tampoco pareció que intuyera que yo la observaba constantemente (o sí). Todos los que azarosamente nos movimos a su alrededor a lo largo de media hora no existimos para ella. Sólo se interesaba por varias publicaciones que tenía sobre la mesa y que hojeaba distraídamente. Me dije: -esta mujer, a pesar de que debe interesarle el arte, por algo está aquí, no parece que sienta curiosidad en absoluto por las personas, luego el arte que debe preferir es el conceptual, o tal vez abstracto, por ejemplo-. Salimos al mismo tiempo del restaurante de comida imposible. Ella se perdió a toda prisa y yo hice esta fotografía…