Las escaleras y las altas ventanas…son lo mismo…
…y en contraposición a la de ayer, la NECESARIA. Como no me estoy resistiendo a escribir y escribir, y mi propósito era no hacerlo, estoy incurriendo en incoherencia, como Breton (le cité el día tres). Acordándome de que el otro día me referí a Silvestre Revueltas, y que definió alguna de sus composiciones como –Música para dormir-, he pensado que eso mismo podría hacer con este diario: intentar publicarlo para que se vendiera en las farmacias como somnífero. Seguramente funcionaría, porque yo a veces me duermo escribiéndolo…
Lo que estoy escribiendo ahora también puedo verlo a medida que se fija en la pantalla del ordenador, pero hay una diferencia esencial: a priori, no tengo ni idea de las palabras que irán apareciendo; me sorprenden, salen automáticas, solas, inesperadas. Escribir es mágico; fotografiar digitalmente no. Para mí, un viaje empieza en el momento en que preparo el equipo. Después, allí, sobre el terreno, miro, busco, indago y a veces encuentro. Fotografío y me vuelvo a mi casa; pero el viaje no ha terminado. Los viajes son las fotografías que hago en ellos; sin fotografías no viajaría: demasiadas molestias.
DIGRESIÓN UNA (1ª). El pintor de batallas (2006). Arturo Pérez Reverte. Tengo dicho, últimamente con frecuencia, que me gusta y me interesa la obra de Pérez Reverte, y que además siento una cierta empatía hacia su mirada y los modos en los que entiende la vida. Es un hombre valiente, o lo ha sido al menos y, para un cobarde como yo, eso siempre es digno de admiración. Casi como de apuntarme a su club de fans, si es que lo tiene. Aunque cosas así, en mi caso, son sencillamente imposibles. El otro día contaba en un divertido artículo que un desconocido le abordó para hablarle de su obra. Yo eso no lo haría ni ante el mismísimo Dios el día siguiente de terminar su «creación». Bastante tengo con lo mío. El caso es que me gusta lo que él ve y cuenta. No le he leído demasiado, como a nadie, pero me ha gustado todo a lo que me he acercado. Bien, en una entrevista reciente confesó que esta novela era, de las suyas, la que más le gustaba. Me lo tomé como una invitación personal y unas horas después comencé la lectura (por el milagroso fenómeno Ebook). Sorprendentemente me encontré con un personaje protagonista, Faulques, que había sido fotógrafo de batallas y guerras durante más de treinta años. Con esa ardua, peligrosa y larga actividad a cuestas, llegó al momento en que la fotografía, como herramienta y soporte para explorar los arcanos del hecho de vivir, dejó de servirle. Y la cambió por la pintura pretendiendo, con una sola y monumental obra, introspectiva y brutal, en el interior de una atalaya abandonada, acercarse al sentido de su vida, a una explicación de lo imposible. El error de Faulques radicaba en creer que la pintura, como antes la fotografía, ofrecía explicaciones fiables a nada y mucho menos a la vida. Menos mal que quizá con su propósito, con el mero hecho de buscar, independientemente del soporte en el que vertiera sudor y lágrimas, podría bastarle. «Pero ojo. Si no hay consuelo como resultado de la observación, sí puede haberlo en el acto de la observación misma. Me refiero al acto analítico, científico, incluso estético, de esa observación». A.P.R.