El pasado siempre se muestra ridículo…
UNO: EL PRIMER ENCUENTRO:
…Como es sabido, los humanos, buscamos a otros seres afines para relacionarnos. Sencillamente, con ellos, nos sentimos más cómodos y felices. En ese dichoso colegio busqué y me relacioné con chicos de parecidas in-capacidades, inteligencia y extracción social. No más de cinco o seis. De todos ellos había uno, A., por el que sentía especial cariño y aprecio. Él me demostraba lo mismo. En tercero pasamos mucho tiempo juntos y en cuarto nos hicimos inseparables. Sólo en el colegio, porque él vivía en un pequeño pueblo cercano y no hacía vida en la ciudad. El hecho de sentir tanta empatía, muy probablemente, tenía que ver con que ambos éramos muy parecidos y, además, se daban dos curiosas coincidencias: los dos éramos hijos únicos y habíamos nacido el mismo día y mes (él dos años antes que yo). Mi amigo A., físicamente, era bastante fuerte, probablemente me sacaba diez centímetros y diez kilos de peso. Tenía muy buen carácter, nunca se enfadaba a pesar de que con demasiada frecuencia era objeto de burlas de algunos «listos» de la clase. A., era un buen tipo, de gran corazón, y que no fuera muy agraciado físicamente, ni brillara como alumno, ni fuera líder en nada me traía sin cuidado, le respetaba y me gustaba estar con él. En nuestra clase, ambos, éramos dos seres anónimos, perdedores e insignificantes; esos con los que nunca se cuenta para nada…
El fabuloso y necesario viaje a la nada de un hombre malogrado.
Él, siempre que tiene ocasión, se precipita resueltamente hacia paredes que consigue atravesar levemente, sin daño apenas. Detrás no hay nada. Él sabe del vacío, es el vacío mismo. Tiene la costumbre y el gusto de realizar estos viajes imposibles y, a pesar de la insensata inutilidad de sus empeños, sabe que es el único sentido que tiene ya su vida: atravesar las paredes de sí mismo que le constriñen. Sin pena, dolor o culpa. Él lo hace porque sabe que su salvación consiste en el sinsentido de atravesar paredes que contienen el insondable vacío.
DOS: EL ALEJAMIENTO:
…Salimos de aquel colegio en el verano de mil novecientos sesenta y ocho y nos perdimos de vista. Mi querido amigo A., volvió a su pueblo y no supe qué hizo después. Mis padres, por fin asumieron que habían traído al mundo a un incompetente y decidieron sacarme de los «estudios» y ponerme a trabajar, a ver si conseguía aprender un oficio que me diera de comer. No supe qué hicieron los padres de A.; al menos ellos tenían tierras y una tienda de comestibles. Mis padres no tenían nada de nada, salvo humildes y mal pagados trabajos. Seguimos con nuestras vidas sin saber nada el uno del otro durante los siguientes cuarenta y cuatro años…
EL REENCUENTRO Y LA DESPEDIDA:
…hasta el pasado mes que decidí acabar con nuestra común ausencia y buscarle. Previamente hice alguna indagación y supe que tenía una tienda de «todo un poco» en su minúsculo pueblo. Una mañana de Septiembre, di unas vueltas por las calles del pueblo y localicé la tienda, y a él a través de una ventana. Físicamente no podía ser otro, tenía el mismo aspecto. Subí las escaleras hasta la entrada del pequeño supermercado y allí estaba mi remoto amigo A., despachando un kilo de filetes. A la derecha según entré, una mujer de expresión triste y tranquila, de más de cincuenta años, despachaba a una clienta algo de fruta. Me acerqué al mostrador y le pregunté si se llamaba A., me dijo que sí, mirándome con extrañeza y sospecha. Me presenté dándole razón de mí, pero me asoció a otro de los amigos del colegio que también se llamaba pepe; le saqué del error y entonces me reconoció y vino a saludarme con una amplia e incrédula sonrisa. Mientras terminaba de despachar eché una ojeada a la tienda y comprobé que vendía de todo, desde fruta a detergentes; desde carne a legumbres que tenía en pequeños saquitos. El ruido de una cámara frigorífica era ensordecedor. A., llevaba una bata blanca y su aspecto físico era igual al de entonces, sólo que en su rostro había profundas líneas que denotaban una edad que se acercaba peligrosamente a la senectud. Lucía bigote deslucido, entre rubio y encanecido, y su risa seguía siendo igual de franca que entonces. Me resultó curioso que ahora fuera de mi estatura porque le recordaba bastante más alto que yo. Enseguida nos resumimos nuestras vidas. Él: casado con la mujer que despachaba y que no se acercó (más tarde me la presentó pero su nombre se me ha olvidado), un hijo y una hija, ambos titulados superiores y trabajando en Madrid. También tenían un nieto, hijo de su hija. Siempre había vivido en el pueblo donde nació y él sí aprobó la famosa reválida y estudió un curso más (luego aprendió más de lo que yo imaginaba). Luego, la agricultura, la tienda, el matrimonio, los hijos, una casa nueva con piscina y ya está. Aparentemente, nada más. Intenté establecer alguna complicidad o lugar común desde el que pudiéramos entendernos mediante algún comentario irónico o crítico sobre el destino o el paso del tiempo, pero no obtuve nada; nada de nada. Era un hombre plenamente conforme con su destino y su vida; es más, pensaba que era afortunado de haber llegado a su edad sano y se sentía muy satisfecho de todo lo que había conseguido. También pensaba que todo había estado bien en el pasado, incluso el nefasto colegio al que fuimos, porque en otros, probablemente, nos habría ido peor, me dijo muy serio y convencido. Quizá tenía razón. Enseguida comprobé que no teníamos ni un solo punto de vista o experiencia que propiciara algún momento de encuentro entre nosotros; ni tan siquiera el recordar nuestro pasado común con mirada cómplice. La apreciación de aquellas experiencias comunes habían seguido rutas muy distintas. De qué podíamos hablar: absolutamente de nada. A los diez minutos decidí marcharme algo apurado e impaciente. Nos despedimos prometiéndonos volver a vernos. No sucederá. Había acariciado y fantaseado con entusiasmo la idea de volver a encontrarme con A. y que juntos, cuarenta y cuatro años después, nos riéramos un poco de todo; pero no, él era risueño y se reía abiertamente, pero muy seriamente y de otras cosas. La historia de A, que para mi estuvo abierta en la memoria hasta esa mañana, se cerró estrepitosamente y, sobre el recuerdo vivo de su figura, se hizo el vacío ya para siempre.