El hombre que se buscaba a sí mismo de pie…


Dice Cayo Cilnio Mecenas a Tito Livio (12 a. C.) en El hijo de César, de John Williams: “…Y en mi opinión, el moralista es la más inútil y despreciable de las criaturas. Es inútil, en el sentido de que prefiere invertir sus energías en emitir juicios antes que en adquirir conocimientos, por la razón de que juzgar es fácil mientras que conocer es difícil. Y es despreciable porque sus juicios reflejan una visión de sí mismo que en su ignorancia y su soberbia desearía imponer al mundo. Te lo ruego, no te conviertas en un moralista: destruirías tu arte y tu mente. Y sería un lastre demasiado pesado incluso para la amistad más profunda.” Me pregunto con espanto si no es lo que hago cada minuto del día, moralizar y moralizar, al vacío eso sí (luego no hago mal a nadie), aunque de esas resulte que mi propia receta me intoxique: luego moralizo contra mí mismo. Menudo ruinoso negocio me he montado yo solito, me parece. No, no tengo solución para este galimatías. Procuro hablar lo menos posible con la gente y así evito vanas y necias culpas, pero aun así no alcanzo la inocencia porque este diario sigue funcionando; aunque no lo lea nadie, lo escribo, luego me pringo de la necedad que supuro. Pero, si suspendo la sudoración, qué coño hago? Así que nada, a seguir y disimular todo lo que pueda, por confundir y confundirme y así intentar eludir penas mayores. Al menos procuro conocer, enterarme de algunas cosas de las que no sé casi nada y así eximirme un poco de culpas, aunque también sepa que me quedo corto, muy corto, en eso (y en todo).


UNAS de “fotógrafo-narcisista” (y absurdo). Una mañana de Mayo decidí realizar una representación intensamente primaveral. Paradójicamente, porque no es mi caso, ya que creo ser, por encima de todo, superficialmente invernal, o en todo caso otoñal; pero ahí llegué, a la esencia florida de mi paisaje, con margaritas blancas, rojas amapolas, amarillos rabanillos, verdes profusos de muchas y diversas hierbas, también morados de otras que no sabía cómo se llamaban, encinas, retamas, tomillos, piedras y yo, siempre yo en todas partes, gesticulando, contento, con mi traje blanco de inocente e ilusoria celebración…

El día siguiente (al de la procesión). Decidimos hacer una excursión a pueblos lejanos y abandonados (Guadalajara). Eso hicimos. La intención era fotografiar. Al primer pueblo que llegamos fue Bujalcayado. No estaba abandonado; según comprobamos, vivían cuatro personas, cinco perros, un burro, un caballo pequeño y una mula. Nos paramos a mirar lo que hacían los equinos (solo comían hierba) y con los perros jugamos un rato. Eran muy simpáticos. Saludamos a la primera persona con la que nos encontramos, un tipo atareado en reparar una pared. No nos contestó. Sin embargo, con las otras tres: un hombre de mediana edad de larga melena y cinta que le sujetaba el pelo (tipo hippy), una señora bastante mayor (no menos de setenta y cinco años) y un anciano que se tumbó en la hierba y nos hablaba desde una retozante posición decúbito supina, establecimos una animada charla junto a la fuente de la plaza. Hablamos durante más de media hora de casi todo: de la vida que llevaban en el pueblo (al parecer cada uno vivía en una casa), de los largos y fríos inviernos de la zona, de la historia del pueblo, de terrorismo, de política actual y hasta de la situación económica (la conversación parecía un resumen del telediario, con información meteorológica incluida, luego dejó de interesarnos enseguida). Quisieron regalarnos uno de los perros y nos invitaron a agua de la fuente. No aceptamos ninguna de las dos cosas. No parecían tener prisa, daba la impresión que ya habían hecho todo lo que tenían previsto para el día (eran las once de la mañana), por lo que hablaban animada e inconteniblemente. Nosotros, sin embargo, aún queríamos visitar otros pueblos, así que nos despedimos de nuestros tres contertulios, de los perros, y del albañil, que volvió a ignorarnos. No fotografiamos: no somos reporteros ni nos dedicamos a la fotorealidad (bueno, algunas veces sí). Esta fotografía la realicé en las salinas abandonadas de un pueblo cercano de bonito y mistérico nombre: Imón…

…Instantes después: volvió a aparecer y a caminar como si nada. Las tribulaciones del individuo nos parecieron absurdas y sinsentido, así que dejamos de prestarle atención. Hicimos alguna fotografía más y nos fuimos de Imón por la carretera que habíamos traído…