El hombre sin sustancia…

…Mis padres, que sospechaban que era una nulidad incapaz de aprender nada, para intentar solucionar el desastre y ayudarme un poco me mandaban a profesores particulares para ver si así conseguía entender algo de las materias de estudio (por cierto, por qué eran las que eran y no otras? me pregunto ahora). Pero nada, ni por esas. Qué hacía yo en esos casos, sencillo, miraba al «maestrillo» de turno, intentaba saber de qué hablaba, y no, como si el insignificante personaje hubiera llegado de Marte o de Noruega (hablando en noruego, claro), nada de nada, comprobaba que todo seguía igual, todo era inasequible para mis entendederas: las ecuaciones, la química, el latín, todo, para mí todo era incomprensible. No había discriminación posible entre letras o ciencias (al parecer hay tipos de inteligencias para las que son más asequibles unas u otras), para mí ambas eran igual de insondables. Reaccionaba a mi incompetencia (y la suya) refugiándome en mi sólida e invulnerable estolidez, aunque eso sí, acobardada, dedicándome a pensar en mis cosas, que no eran nada del otro mundo, pero que me acogían y apaciguaban…Ah, y en las novelas…

…Mi caso parece que sería el típico que ahora se calificaría como «fracaso escolar» pero entonces todavía no se había inventado ese modo tan elegante y equívoco, casi un fino y literario eufemismo, para definir la decepción y el aislamiento. Simplemente se decía: «no vale para estudiar». Eso era infinitamente más real, aunque prosaico. Directo e infalible. En el preciso instante que alguien que podía pronunciaba la fatídica frase ya sabías que tu destino era un oficio (yo elegí oficinista, aunque donde mejor podría haberme realizado habría sido como mecánico, seguro). No, no me creo ese juego de palabras tan exculpatorio por difuso:«fracaso escolar», ya que parece que la causa es circunstancial y ajena, sin culpables conocidos, y no la simple incompetencia del niño. No es así, sencillamente porque no todo el mundo posee la inteligencia necesaria para la asimilación: los tontos somos frecuentes. Ah, y luego, por si fuera poco lo de la inteligencia lógica y otras diversas, está la emocional; no di el nivel en ninguna, especialmente en ésta. Fui un fracasado escolar total, incurable y sin remedio. Abarqué todas las materias, ni una sola me faltó (ni siquiera la gimnasia, que me acobardaba). Ni con el mejor equipo de pedagogos que se pudiera concebir en la historia de la humanidad habría aprendido nada. Es física y objetivamente imposible que uno llegue a aprender lo que por capacidad no puede aprender nunca y así será siempre. Menos mal que siempre serán necesarias las gentes de oficio y los lectores de novelas, como yo, para que este mundo siga avanzando con un mínimo de equilibrio y sentido. Cada uno hace lo que ha venido a hacer, y el éxito o fracaso, escolar o de otro tipo, no es la cuestión, eso es solo una eventualidad. Lo único cierto es que todos haremos de nuestras vidas lo que nos ha tocado, por inteligencia, natural inclinación o circunstancia. En mi caso, por ejemplo: ser oficinista, leer novelas, desear a las mujeres e intentar fotografiar la nada…

…El maestrillo que tocaba en ese momento se percataba enseguida que de mí no sacaría nada y me ignoraba, me desenfocaba, ni siquiera llegaba a saber cómo me llamaba. Solo existía para ellos en el momento de cobrar, que ponían la mano sin culpa. Desgraciados. Ni uno solo me dijo que yo podía ser capaz de aprender algo, quizá porque sabían que no lo era; pero, joder, es que no me dijeron nada, ni bueno ni malo. Simplemente me desconocían. En aquel tiempo nadie me decía nada de nada, nadie me enseñaba ni me orientaba en nada. En las dichosas clases particulares, que por otra parte nada tenían de particular, enseguida desfallecía y, desanimado, empezaba a faltar con frecuencia. Me iba al río a leer novelas del oeste, o a deambular por ahí, sin propósito. Casi llegué a ser un inadaptado pero no lo conseguí por poco; sería por cobardía, supongo. Ahora me pasa lo mismo, sigo yéndome al río a leer novelas. ¿Entonces, todo ha sido igual todos estos años, nada ha cambiado? me pregunto. No me contesto, no hace falta. De cualquier modo, en aquel tiempo, algo de éxito existió en mi vida: ellos y yo, urdimos un plan perfecto para hacer de mí un completo ignorante. Y lo conseguimos, vaya si lo conseguimos…

…O tal vez, de esas imperceptibles caídas diarias que le aproximan a uno al final de todo. Ayer, leyendo una de las novelas de Menéndez Salmón (El corrector), autor nuevo en mi vida, estimulante y lúcido, que me proporciona un intenso placer a la par que me crea una entusiasta afición por sus novelas, me encontré con una frase (siempre encuentro frases y frases, muchas) que era definitoria y precisa de cómo es mi percepción de la vida ahora, y era ésta: «…una fragilidad tanto más acusada a medida que envejecemos. Somos poco, muy poco, un hilo entre dos tinieblas, y apenas basta un azar, un pequeño viento, un incidente a medianoche, para que el hilo se rompa, caiga al vacío, se vuelva invisible.» Ricardo Menéndez Salmón