Después de casi una hora, completamos el circuito sin habernos adentrado demasiado en la selva, claro.
VIAJE A MÉXICO, Julio 2019
Selva en el entorno de Palenque:
martes veintitrés, por la mañana.
“Pero nosotros solo somos turistas que queremos verlo todo en una semana, y eso es un insulto a la belleza de la tierra”. Manuel Vilas
Lalo, nuestro amigable guía, nos propuso, después de la visita a la ciudad, un pequeño paseo por la selva, como una opción más al margen de lo que habíamos contratado. Claro, no lo dudamos un instante, a pesar de que suponía un sobrecoste.
Entramos por un pequeño sendero flanqueado por enormes árboles y una vegetación abigarrada que casi nos impedía el paso.
Era un día nublado y los altísimos y frondosos árboles apenas si permitían que penetrara la escasa luz ambiental, luego la toma fotográfica resultaba casi imposible.
Avanzamos cautelosamente por un suelo irregular y resbaladizo, sobrecogidos por la inmensidad inabarcable del lugar. Miraba hacia arriba, hacia los lados, calibraba asombrado el grosor de los troncos de los árboles, escuchaba el misterioso e invisible rumor en torno nuestro que nos situaba en un temeroso desamparo e insignificancia. Inevitablemente, imaginaba que, en caso de perdernos en el interior de esa abrumadora naturaleza, pereceríamos irremediablemente, eso sí rodeados de belleza.
Fuimos encontrándonos con restos de construcciones, simas carcomidas por la maleza y habitadas por murciélagos. Restos que formaron parte de la ciudad y que nunca se excavarán.
Después de casi una hora, completamos el circuito sin habernos adentrado demasiado, claro.
Sin un guía, ese mínimo paseíto habría sido imposible, los riesgos de perdernos eran seguros.
Apenas pude fotografiar por no haber llevado el trípode (tampoco esperábamos la alternativa que nos ofreció Lalo).
Una grandísima experiencia turística la de Palenque, sin duda…
COLECCIÓN DE MISCELÁNEAS 59
“…Pensó en esconderse de su miedo…” Luis Sepúlveda
Jueves, doce de septiembre de dos mil veinticuatro
Antes de comenzar a escuchar Glamourama, de Bret Easton Ellis, como dije ayer, decidí tomarme un descanso de tanta desesperanzada intensidad y leer una novela corta: Un viejo que leía novelas de amor (1988), del genial chileno Luis Sepúlveda, lamentablemente fallecido (2019). Ya había leído a este autor (El fin de la historia), por eso he repetido, aparte de que esta historia, con ese maravilloso título, me resultó irresistible.
La novela me ha impresionado, no solo por la riqueza del lenguaje y metáforas literarias; sino, también y sobre todo, por la poderosa historia en torno a un protagonista único: Antonio José Bolívar Proaño, que habita en la región amazónica del Ecuador donde viven los indígenas Shuar (reducían las cabezas de los enemigos vencidos), de quienes aprendió sus costumbres, creencias y su manera de entender y convivir con la selva y sus animales. En la historia de Sepúlveda, el viejo que leía novelas de amor a todas horas mantiene un combate épico y sabio con una tigresa que venga la muerte de su familia (el macho y sus cachorros), a manos de cazadores blancos, brutales e indignos.
Literariamente memorable de principio a fin, no solo por la descripción de la selva y la mística de la naturaleza que transpira toda la narración, sino, también por la melancólica e intimista relación Antonio José Bolívar Proaño con las novelas de amor, que lee torpe, despaciosa y amorosamente y que reverencia porque son las mejores novelas que existen. Ha decidido que esas historias le acompañen en su vejez hasta que muera. Siente que ninguna otra actividad sería más trascendente para él (y para cualquiera que haya creído en el amor como un paraíso perdido).
La producción de la lectura ofrecida por Audible es una de las mejores que recuerdo ahora.
La Fotografía: Selva Lacandona (Chiapas). En 2019, después de visitar la impresionante ciudad de los mayas Lakam Há (Palenque, sur de México), una de las más importantes de esa cultura, el guía que nos acompañó en la visita nos propuso una breve excursión por la selva circundante, que naturalmente compramos (yo al menos entusiasmado). Nos acompañó en un recorrido que no creo que llegara a 300 metros, tan solo por un trillado itinerario de la entrada de lo que se adivinaba como un universo inabarcable para los seres humanos. La altura y grosor de los árboles, la espesa y abrumadora vegetación, las gotas de agua que caían y que creaban una tupida humedad, el fragoroso ruido que generaban los animales en la vegetación y en los árboles; la disuasoria y misteriosa oscuridad que nos rodeaba y todo, absolutamente todo lo que sentí en esa brevísima exploración fue una de las más impresionantes experiencias que he vivido, a pesar de que tan solo nos asomáramos al borde de ese impenetrable universo. En mí todavía permanece el recuerdo de la emoción que sentí tan solo asomando la cabeza a la selva, mientras que las ruinas mayas las olvidé pronto. La descripción de la selva que hace Sepúlveda, tan sobrecogedora, con sus monstruosas criaturas (sobre todo anacondas y gigantescos peces), me ha traído a primer plano mi recuerdo de lo que supuso mirar una selva de frente (que no dentro).