"Borradas están ya las inscripciones/De las losas con muertos de dos siglos…"
…Yuki, la visitó en el Hospital donde consumía sus últimos días y nos transmitió la emoción que sintió Harumi cuando le leyó nuestra carta. El domingo, treinta y uno de enero, recibí la fatídica llamada comunicándome que nuestra amiga Harumi había fallecido. Sus últimos tres años los ha pasado en oscuridad total, añorando poder volver aquí, a su casa, a su ciudad, a sus amigos. No ha sido posible. Mantuvo hasta el último momento su sentido del humor y su fuerza. En una de las últimas conversaciones que tuve con ella me decía: -me encuentro bastante bien, no parece que me esté muriendo-. Perder a una persona de esa inmensa calidad es una terrible e irreparable desgracia. Nada más se puede añadir a ese dolor.
Bueno, aquí sigo todavía, y ahora qué. Pues nada, que ya he llegado a los diez años de diario. Ya está. Y mañana? Y yo que sé. Tal vez siga, o no. Todo tiene que acabar un día. «De todos modos he llegado a hoy. Y así llegaré a mi fin. De todos modos». Antonio Porchia
Ahora me siento responsable de nuestra memoria familiar, de la tuya y de la mía, de la de ambos. No podemos permitirnos que nuestros descendientes, si es que la línea genealógica sigue más allá de tu nieto Gabriel (creo que ha crecido como a ti te hubiera gustado) no sepan nada de nosotros, se lo debemos, tienen derecho a saber de dónde vienen. El mundo da igual, no hemos dejado huella en él; a ti nadie te recuerda y a mí casi tampoco y eso que todavía estoy aquí. Nunca supe el valor que tenía para ti la familia, creo que como institución te importaba muy poco y a mi menos. Sin embargo, si creo en un vínculo atávico potente, muy primario, de vísceras y sangre y ese sólo implica a la línea directa de padres e hijos; los demás parentescos son accesorios e innecesarios y sólo pueden considerarse si están marcados por el amor.
Trece de agosto, por la mañana: Edimburgo. Caminábamos lentamente, explorando, mirando, como siempre hacemos en las ciudades desconocidas. Nos paramos frente a una antigua iglesia situada dentro de un recinto al que se accedía por una gran puerta abierta. Desde el otro lado de la calle dudábamos si entrar o no. Acabábamos de empezar a recorrer la ciudad y aún no sabíamos el –tempo– que más nos convenía. Entonces se acercó a nosotros una señora de mediana edad y nos animó a entrar: -se trata de un lugar antiguo, muy interesante- dijo. La señora se marchó como había llegado, discretamente. No podíamos desoír la generosa y providencial recomendación. En el interior, un antiguo y umbroso cementerio. Las tumbas se distribuían espaciosamente en una pequeña explanada que rodeaba por dos lados a la iglesia. También se extendían, diseminadas, en otro de los lados, en una ligera pendiente que miraba hacia la ciudad monumental, cubierta de una húmeda y acogedora pradera verde, bajo frondosos y enormes árboles. El cementerio se remontaba a más de dos siglos. Tantos años, inclementes y devastadores, causaban penosos estragos en lápidas y monumentos. El polvo, la humedad y las telarañas hacían el resto. En lugares como este me siento enervado y feliz. Fotografíe con ganas e incesantemente. Quería apropiarme de su belleza abandonada, de sus formas de otro tiempo, de la pátina de olvido y de las emanaciones literarias que se desprendían de las lápidas desconchadas. Me imaginaba a las personas enterradas allí, por la época en que lo fueron, como artistas románticos, al estilo apasionado de Lord Byron. Esas febriles fabulaciones me excitaban aún más…
Colás Fuentes
TRES de septiembre y cualquier otro día
al mismo tiempo, diez, por ejemplo.
Qué más da…
pero NO, el que hoy sea tres, no da igual.
Todos los días tres de septiembre de mi vida
nunca me serán indiferentes.
NO da igual que, hoy, hace treinta años,
el tres de septiembre, a las siete de la tarde,
muriera mi padre.
Me dieron la noticia en una plaza,
a las siete y media.
Corrí desenfrenadamente, en mi viejo coche,
por estrechas y oscuras callejuelas.
Estuve a punto de atropellar a algunas
personas
en mi desesperada carrera.
Me le encontré amortajado ya,
tendido sobre el suelo de su dormitorio,
solo y frío.
Mi madre lloraba apoyada en la pared.
Vestido con su traje, su único traje que
nunca se ponía,
rígido y pálido ya.
Me agaché para besarle en la frente,
qué tristeza, qué desolación.
Sus excesos me hicieron profundamente
infeliz durante mucho tiempo
en mi ciega adolescencia,
pero claro, qué sabía yo de la dureza de
la vida,
qué estúpida ignorancia.
La suya y la mía.
Malditas sean la ignorancia y la muerte.
Sobre todo la muerte.
Él murió un día como hoy, un tres de septiembre,
a las siete de la tarde.
Callado, sin decir nada, sólo agachó la cabeza
y todo se acabó.
También a mi me gustaría morir así,
sin decir ni adiós. Para qué?
Ya he cumplido más años de los que
consiguió vivir él
también tengo un solo traje que
tampoco me pongo nunca y,
aunque aún no quiero,
deseo morirme
agachando la cabeza,
así, simplemente,
no como un gesto de derrota,
ni de resignación,
sino de profunda indiferencia.
EPÍLOGO: El modo de articular los textos ha sido completamente heterodoxo: primero he leído y seleccionado; luego he transcrito; luego he desordenado y vuelto a ordenar según me ha parecido. En consecuencia, el orden secuencial en que aparecen los textos, en poco o nada se parecen al desarrollo narrativo del ensayo original. En cuanto a las fotografías que han aparecido, las he colocado como siempre hago: realizo fotografías como mejor me parece y de motivos que me atraen a medida que deambulo por ahí (en este caso en Francia), sin pensar, nunca, en la escritura. Escribo o selecciono textos que igualmente me surgen al margen del hecho fotográfico. En una tercera fase o momento cruzo unas cosas y otras y encajan, claro que encajan (al menos eso creo), y sólo es por una sencilla razón: todo lo he pergeñado yo. Ah, y una curiosidad más: me ha resultado inevitable, a medida que leía el ensayo de Cioran, pensar en ciertas analogías decadentes con mi propia ciudad; salvando la sideral distancia cultural e histórica entre los franceses y los míos.
¿Francia? El rechazo del misterio. E. Cioran